Capítulo X

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Benvolio salió muy temprano en la mañana. Tan temprano que para muchos todavía era tarde en la noche. Pero él siempre había sido un muchacho madrugador, para desgracia de sus amigos y sus hermanas menores.

Desde que su padre había muerto por una enfermedad hacía ya tres años, él se había convertido en el hombre de la familia y había ayudado estoicamente a su madre con la educación de Cordelia, Ofelia y Helena, las niñas que aún no habían cumplido su primera década. Había comenzado a trabajar en cuanto tuvo la edad como asistente de su tío para proveerlas de los vestidos más bellos y los tutores más capaces, pero también les había enseñado el valor de las cosas y los servicios más humildes. Por lo que no era extraño ver a las tres niñas acompañando a las criadas en sus quehaceres desde muy temprano.

Sin embargo, esta vez, Benvolio había salido de la casa sin despertar a sus hermanas.

Cabalgó a las afueras de Verona con calma, como si no estuviera haciendo nada impropio o ilícito. Los guardias de la muralla apenas habían abierto las puertas cuando él pasó por ellas, intercambiando cordiales saludos, y siguió cabalgando un largo trecho hacia las llanuras del sur. Hasta que llegó a su destino.

Benvolio ató su caballo a un árbol y le dio de beber antes de entrar a la casa. O lo que alguna vez fue una casa solariega que se había consumido en un incendio. De las ruinas del humilde hogar de algún campesino ahora solo quedaba la mitad de la estructura, con suerte cuatro trozos de paredes y un trozo para ampararse de viento y la lluvia. Nadie creería que allí podía habitar criatura más grande que unos perros salvajes y malas hiervas. Pero Benvolio conocía a su actual huésped.

El joven Montesco entró por lo que alguna vez fue la pared de una habitación hacia lo que quedaba de la cocina. El día aún no despuntaba y el lugar permanecía al resguardo de las sombras, profundizadas por las paredes ennegrecidas de hollín.

—¿No has encendido un fuego? —observó Benvolio, casi regañando al habitante de lugar.

—La noche ha sido cálida y con la luna llena me bastaba para ver —respondió una voz rasposa entre las sombras.

Con un suspiro, el muchacho se agachó junto al habitante de aquellas ruinas. Sobre un montón de pajas y hojas frescas había una manta raída. Y, sobre esta, un hombre de gran altura recostado por la pared que le sonrió a su invitado con ternura.

—Te he traído comida —anunció Benvolio y comenzó a sacar algunas cosas de su bandolera: queso, frutas secas y pan, una cantimplora con agua fresca.

—¿Para qué más vendría? Mi rostro no es el más atractivo para ver —bromeó el hombre con alegría, pero Benvolio podía oír la melancolía en su voz.

Benvolio lo miró y quiso decirle que era un exagerado. Sí, Curio tenía una gran cicatriz que atravesaba su rostro desde la ceja izquierda bajando por la mejilla hasta la altura de su nariz, y estaba atrozmente harapiento. Pero debajo de toda la mugre, Benvolio debía reconocer que era un hombre apuesto, de una manera tosca y salvaje. Tenía rasgos fuertes, curtidos por los pesares de la vida, pero que aún conservaban estoicamente su porte. Sus ojos eran de un gélido azul claro, uno de ellos ciego y su cabello rubio estaba largo y descuidado al igual que su barba.

Su madre se horrorizaría ante tal compañía.

Benvolio se lo había encontrado hacía unas semanas, antes de la llegada de Mercucio, mientras paseaba por la campiña. Se había topado con un cuerpo tirado a un lado del camino; apenas entre el borde de la vida y de la muerte, como si hubiera caído rendido de tanto caminar. Lo que debió ser horrible, porque tenía una herida en el muslo que estaba comenzando a podrirse.

Benvolio lo recogió, agradecido de la fuerza de alto cuerpo, y lo llevó hasta el lugar donde se encontraban ahora. Había tratado su herida tan bien como pudo y él mismo había salido a recolectar hiervas medicinales, agradeciendo las aburridas lecciones del viejo Fray Lorenzo. Se quedó con él hasta que recobró la consciencia y entonces le dio toda el agua y la comida que llevaba consigo.

Mercucio amó a TeobaldoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora