Extra II: Ciertos amores eternos

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―Romeo. Oh, ¿dónde estás, que no te veo? ―exclamaba Marcos con ademanes dramáticos sin parar.

Llevaba toda la tarde burlándose de su amigo y no parecía tener la intención de detenerse. Al menos, no hasta que Benjamín le propinó un suave golpe que alborotó los rizos de Marcos.

―Ya dejá de romper los huevos con eso ―le regaño, aunque no lograba disimular su sonrisa.

―Gracias, Benja ―agradeció Ramiro, agotado de los chistes de su mejor amigo. Adoraba a Marcos, pero a veces este podía ser desesperante a puntos inimaginables.

Los tres muchachos habían viajado a Verona para celebrar el cumpleaños número dieciocho de Ramiro. O, al menos, esa había sido la exclusa para este viaje tan deseado por los tres. Lo venían planeando desde que estaban en la primaria.

Ramiro Montero era el único hijo de los dueños de un importante viñedo de Mendoza, podía darse aquellos lujos sin preocupaciones; como dedicarse a estudiar Bellas Artes en vez de aprender el oficio familiar o hacer que su primo y su mejor amigo dejasen todas sus responsabilidades para acompañarlo a Italia, el país que siempre había querido conocer.

Por su parte, Benjamín Montero era un recién graduado de Ciencias Económicas y, aunque era un cadete en la empresa familiar, no se le negó unas vacaciones adelantadas para acompañar a su pequeño primo. Benja sabía que, si lo hubiera pedido, incluso le habrían dado una paga por oficiar de niñero. Todo el mundo sabía que mantener bajo control a Ramiro Montero y a Marcos Scaloni era todo un trabajo. Marcos, el tercer miembro de este grupo, acompañaba a Ramiro en su estilo de vida anodina desde que se habían conocido en el colegio. Hijo de un político prestigioso -de los pocos que quedaban- y estudiante de Artes Escénicas, Marcos se pasaba sus días molestando a sus amigos y sus noches de fiesta en fiesta.

Incluso, tras un par de días tras de haber llegado a un país desconocido, Marcos había encontrado la forma de ser invitados a una exclusiva fiesta de disfraces que se realizaría en un vieja iglesia.

Allí era donde se dirigían ahora, ataviados con los cuestionables disfraces que habían conseguido a último momento, tras una tarde de paseo cuanto menos curiosa.


Todo había comenzado tras el almuerzo, cuando habían ido a la parada obligatoria de Verona: la Casa de Julieta.

El lugar estaba curiosamente ausente de turistas. Quizás porque era el horario en que los europeos solían almorzar, o porque la temporada alta aún no llegaba y los fríos días invernales que no querían marcharse invitaban a visitar otros lugares más acogedores.

En la Casa de Julieta solo se encontraron con una pareja que, por la similitud de sus rasgos finos y cabello dorado, debían ser hermanos. Una chica ataviada con un abrigo rosa viejo y las mejillas sonrojadas por el frío estaba en el balcón, posando mientras un hombre joven, que debía ser del doble del tamaño que ella, le estaba sacando fotografías con su teléfono.

―¡Oh, Romeo, Romeo! ¿Por qué eres Romeo? Renuncia a tu padre, abjura tu nombre; o, si no quieres esto, jura solamente amarme y dejo de ser una Capuleto ―recitó la chica en un inglés acentuado. Su dulce voz resonando en aquel vacío espacio.

Después de un momento, miró a su compañero con un mohín impaciente.

―Sabes que no me la sé, Jules ―le respondió el hombre, entre apenado y molesto.

Pero entonces, la voz de Ramiro llenó en el antiguo patio de los Capuleto con un inglés fluido cuando recitó de memoria:

―¡Ay! Tus ojos son para mí más peligrosos que veinte espadas suyas. Dulcifica sólo tu mirada y estoy a prueba de su encono.

Mercucio amó a TeobaldoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora