Capítulo II

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―¡Julieta! ¿Dónde estás, niña? Juli... ¡Oh, mi señorito! ¿Ha visto a Julieta?

Teobaldo Capuleto levantó la vista del pelaje claro de su caballo y se encontró con la fuente usual de alboroto de la casa Capuleto, la nodriza de su prima Julieta. La única que, a sus veintidós, aún se atrevía a llamarlo señorito.

―No, Ama ―le respondió, fingiendo inocencia y desinterés. Aparentó haber estado tan inmerso en su labor de peinar a Hermes, su semental bayo, como para no haber visto escabulléndose a su pequeña prima por todo el jardín trasero hasta el establo.

―Oh. Perdón por molestarlo, señorito ―dijo la nodriza, decepcionada, y comenzó a caminar hacia la casa, refunfuñando sobre sus pobres huesos y su escurridiza señora.

Un momento después, la cabeza de Julieta se asomó por la pared del cubículo de su propio caballo, una dócil yegua enana llamada Hestia. La niña apenas era los suficientemente alta para montar un caballo de gran porte, pero el brillo en sus ojos cada vez que veía a Hermes delataban su deseo de hacerlo. A Teobaldo aquello le aterraba.

―Gracias, Teo ―dijo ella con una sonrisa radiante, de esas que se veían más en sus ojos verdes.

―Deberías dejar de torturar a aquella pobre mujer ―la regañó él, volviendo a su tarea. Por la tarde, saldría a hacer unos encargos para su tío a Padua y quería preparar su caballo para el viaje―. Un día de estos se le va a parar el corazón mientras te persigue por toda la casa.

―Es solo por hoy ―mintió Julieta, mientras se acercaba con un puñado de heno para alimentar a Hermes.

―¿Y qué sucede hoy? ―preguntó Teobaldo, pero el nerviosismo reflejado en el rostro de su prima le dio la respuesta―. ¿El conde Paris vendrá a visitarte?

―No. Vendrá mañana, pero Madre quiere llevarme al sastre. Dice que necesitaré un vestido nuevo ―se quejó la niña.

Teobaldo no pudo evitar soltar una risa suave y roncha por igual. Un sonido que Julieta casi consideraba mitológico por su rareza.

―Tú sí que tienes problemas, Juli ―respondió el mayor, ganándose un puñado de heno en la cara.

No dijo nada más ni la regañó por su comportamiento indecoroso. Sabía que él era la única persona con la cual su prima podría mostrar verdadero enojo y se lo permitía. A veces, cuando la veía cansada bajo el peso de la seda y las palabras de su tía, Teobaldo la hacía enoja a propósito; solo para que Julieta tuviera alguien contra quién descargarse.

―¿Y cuáles son tus problemas, Teo? ―preguntó ella, sus inquisidores ojos verdes fijos en él.

Teobaldo se lo pensó un momento y consideró todas las cosas que podía o no decirle a su pequeña prima, a la niña que amaba como si fuese su propia hermana.

―Intentar mantener a los Montesco alejados del barrio y a nuestros primos apartados de los pleitos, entre otros ―dijo al fin con un tono despreocupado que no le quitó seriedad al asunto.

Julieta, que había estado jugando con Hermes, dejó quieta su mano sobre el morro del caballo y fijó su semblante sombrío a este.

―Nunca entendí esta... Esta guerra contra los Montesco ―respondió con un tímido murmullo―. Me enseñaron a odiarlos, pero nunca por qué.

Teobaldo dejó escapar un suspiro y apoyó su mano sobre la cabeza dorada de Julieta.

―Esto es más antiguo que nosotros, quizás más antiguo que la misma Verona ―le dijo como si estuviera hablando con un niño. Y así era para él. Julieta apenas tenía quince años y aún era muy ignorante del mundo fuera de la casona de sus padres. Teobaldo deseaba que siguiera así por unos años más―. Tú solo tienes que entender que ellos no son de fiar. Por eso nadie de la ciudad hace negocios con ellos. Son mentirosos, tramposos y no tienen honor.

Mercucio amó a TeobaldoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora