Capítulo XXVI

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La pena había se había apoderado del pequeño cuerpo de Julieta como el oscuro invierno sobre un brote de rosa. Quien había fantaseado con presumir sus coloridos vestidos en el sur, ahora portaba el negro luto en sus prendas y bajo sus ojos.

Sus padres la habían dejado deshacerse en su dolor que le atribuían a la muerte de Teobaldo. Sus mismos padres, tíos y primos penaban en silencio al joven que todos habían admirado. Su madre lloraba al hijo de su hermana, al niño que había acogido y criado como suyo; Gamio y los muchachos lloraban a quien les había enseñado a sostener su primer espada; sus primas lloraban a quien siempre las había protegido; Rosalina, desde lejos, lloró a quien siempre había admirado, a su modelo a seguir.

Solo Angelica adivinaba que la pena de Julieta era el doble de profunda. Su ama, su tonta e inocente ama, lloraba por su primo querido que había muerto y por su amado esposo que lo había asesinado.

―¡Hermoso tirano, ese angélico demonio! ¡Ser despreciable de divina presencia! ¿Cuándo un dragón guardó tan bella cueva? ―había gritado Julieta sola con su propia rabia en su habitación―. Todo lo contrario de lo que parecías, un santo maldito, un ruin honorable. ¡Ah, naturaleza, ¿qué no harías en el infierno si alojas un espíritu diabólico en el cielo mortal de tan grato cuerpo?!

En el momento en que había recibido la noticia, Julieta se había roto la garganta profiriendo injurias a Romeo, escandalizando hasta a su nodriza. Hasta que ya no tuvo voz ni lágrimas.

Al siguiente día, para su sorpresa, su primo Sansón, pidió hablar con ella.

Todavía vistiendo su camisón bajo una pesada bata y con el cabello suelto, Julieta le hizo pasar a sus aposentos. Mientras Angelica les sirvió un poco de té, la muchacha miró con curiosidad a Sansón. Tenía el mismo cabello rubio que ella y ojos avellana enrojecidos por las lágrimas. Aun cuando no debía tener más de unos catorce años y apenas si era más alto que ella, su expresión fue solemne cuando habló.

―Prima Julieta, sé que tu dolor es grande y que mi presencia es molesta. Pero espero que la historia que voy a contarte ayude a consolar tu pena ―comenzó Sansón.

Y entonces le contó lo que realmente había acontecido en aquel día fatal. Él había estado buscándola junto con Teobaldo y sus primos. Él había presenciado la pelea hasta el final y había estado atento a cada palabra. Palabras que no se había animado a repetirlas a nadie más, ni siquiera al Príncipe cuando este los interrogó. Le contó que la pelea la había empezado Teobaldo, avivado por las provocaciones de Mercucio. Que Romeo había intentado detenerlos y no fue sino hasta que Mercucio cayó muerto y Teobaldo mismo rogó por su ejecución, que levantó su espada contra él.

El rostro de Sansón se volvió rojo cuando habló de la despedida de Teobaldo y Mercucio. Detrás suyo, Angelica se persignó, entre escandalizada y conmovida.

―Con su último aliento, el primo Teobaldo le pidió a Romeo que cuidara de ti ―finalizó Sansón y tras un largo silencio, agregó―: Por las palabras de ambos, he de suponer que eres esposa de Romeo Montesco, ¿verdad, prima?

Julieta lo miró en silencio. Temerosa de lo que podrían provocar sus palabras. Pero Sansón no había ido allí por respuestas y se conformó con el silencio de su prima. Habiendo cumplido su cometido, se paró y se dispuso a marcharse.

―Solo vine a decirte la verdad de lo que ocurrió ese día porque creí que merecías saber que tu esposo no es un asesino desalmado ―dijo, escogiendo sus palabras con cuidado, y Julieta vio sus puños apretados con tanta fuerza que estaban blancos―. Aunque lo odie, sé que él solo estaba vengando a quien consideraba un hermano. Estas palabras no se las he dicho a nadie y a nadie más se las diré. Gramio también juró guardar silencio ―agregó, mostrando una sonrisa burlona, la primera que compartió con Julieta―, pero no creo que él haya comprendido del todo lo que pasó.

Mercucio amó a TeobaldoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora