Capítulo XVIII

3.5K 574 263
                                    

Mercucio sonrió al hallar a Teobaldo donde habían acordado. A pesar de la noche calurosa, ambos llevaban capas color ébano que los ocultaban de las luces de Verona. Solo ellos, que sabía lo que buscaban, pudieron encontrarse en el desierto mercado. Cuando los ojos claros de Teobaldo se cruzaron con los de Mercucio, algo se removió dentro de este. Una impaciente excitación que se preguntaba qué le depararía esa noche.

Teobaldo le regaló una misteriosa sonrisa y le hizo un gesto con la cabeza para que lo siguiera por un oscuro callejón. Por un momento, Mercucio se puso alerta. La parte de sí que le recordaba que Teobaldo Capuleto era su enemigo se negó a introducirse en la boca del lobo. Sin embargo, entre las emociones de Mercucio Della Scala, la curiosidad y la lujuria siempre habían sido más fuertes que las demás. Y ellas le dieron la mano para acompañarlo mientras seguía a Teobaldo por las serpenteantes callejuelas de Verona hasta que dieron con una puerta. Era sencilla pero su calidad resaltaba entre las demás de aquel barrio.

Entraron y subieron unas estrechas escaleras hasta un segundo piso. Allí Mercucio descubrió que se encontraban en una casita. No había otra forma de describirla. Era un salón pequeño con una cocina anexada, apenas provista de comidas y vinos, y una puerta abierta que daba a un cuarto. La tenue luz de la sala se colaba en la habitación y se posaba sobre una gran cama cubierta de lujosas telas rojas.

—Ponte cómodo —ordenó Teobaldo mientras encendía un fuego en la chimenea que la cálida noche no necesitaba.

—¿Qué es este lugar? —preguntó Mercucio, haciéndole caso y buscando alguna botella de vino.

—Un secreto.

—Sí que te gusta mantener el misterio —bromeo a tiempo que destapaba el vino más lujoso que encontró y que, por supuesto, no era del viñedo Montesco.

Teobaldo soltó un suspiro y le arrebató la botella de vino. Los ojos de Mercucio siguieron el camino que el vino hacía desde la comisura de la boca de Teobaldo hasta perderse en el cuello de su jubón.

—Es donde mi tío suele venir con sus amantes —dijo al fin el Capuleto, sin poder esconder el rencor en su voz con la dulzura del vino.

—Así que... El señor Capuleto... —comenzó a decir Mercucio, pero la mirada de advertencia de Teobaldo lo acalló. Tomó la botella de las manos de Teobaldo y le dio un trago antes de agregar—: Nadie es perfecto, mucho menos quienes nos enseñaron sobre la virtud y esas cosas.

Sin embargo, no pudo evitar pensar en lo que le había dicho a Paris. Él era un bastardo, pero también sabía que el Príncipe había amado a su madre fielmente, a pesar de que ella no podía hacer lo mismo. Y aún después de su muerte, él no volvió a estar con nadie más, dejando a Verona sin Princesa y sin un heredero legítimo.

Mercucio se preguntó si algún día llegaría a conocer un amor semejante, tan único y destructivo. Y esperó que no fuera así, porque esos amores solo llevaban al dolor. Lo mejor era divertirse y vivir cada aventura, pretendiendo que era especial. Como se disponía a hacer en aquel momento.

Aún con la botella en su mano, se subió a la única mesa que había en aquella pequeña estancia y, con un gesto coqueto, preguntó:

—¿Y qué haces tú con la llave de un lugar así, mi Príncipe de los Gatos?

Mercucio alzó una ceja, pero Teobaldo supo exactamente lo que significaba. ¿Eso es lo que soy? ¿Tu amante?

—No hagas de que me arrepiente de esto —se quejó el Capuleto.

—No lo hare —prometió y estiró una mano para acercar a Teobaldo hacia sí y comenzar a desatar su jubón. Pero este lo detuvo.

—Te dije que esta noche sería mi revancha —dijo Teobaldo, mientras tomaba ambas manos de Mercucio con una suya y las sujetaba detrás de él. Con su otra mano le comenzó a desatarle el jubón con un paciente cuidado que enloqueció a Mercucio.

Mercucio amó a TeobaldoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora