Por suerte o por desgracias para Mercucio, las cosas estuvieron extrañamente tranquilas luego de aquel incidente. Teobaldo se dedicó a ignorar al joven Della Scala e incluso evitaba ir a los barrios habitados por los Montesco cuanto le era posible. Mercucio estaba seguro que lo había espantado y no se decidía si eso le agradaba o no.
De todos modos, Mercucio ya tenía sus propios asuntos por los que preocuparse. Aquel fin de semana sería la fiesta de la primera cosecha y Mercucio no tenía nada que ponerse.
La fiesta que ofrecían los Montescos en los jardines de su mansión era más un carnaval popular que un baile de salón, donde las barreras entre nobles y campesinos se derrumbaban por una noche. Por lo que no era extraño ver a las castas mayores usando prendas más sencillas y cómodas que les permitieran bailar hasta desfallecer. Sin embargo, Mercucio era Mercucio y no podía llegar allí con cualquier aspecto. La fiesta de la primera cosecha también era la primera fiesta del verano, la que abría la temporada entre los nobles, y todos estarían ansiosos por ver al protegido del príncipe después de tantos años.
Por ello se encontraba en el sastre unos días antes de la fiesta, para ultimar los detalles de su nuevo conjunto: unas calzas oscuras bajo un doublet angosto de color púrpura a juego con su jubón de detalles dorados y, por supuesto, su nuevo sombrero con plumas de faisán.
Mientras estaba en la tarea de verse hermoso en medio de la sastrería, la puerta se abrió y allí estaba nada más ni nada menos que Rosalina Trimo. La dama se sorprendió de ver a Mercucio allí y, por su expresión, el joven supuso que no había en sus planes encontrarse con un conocido.
―He venido por mi encargo, buen señor ―dijo la muchacha después de los saludos menesteres.
―Por supuesto, por supuesto ―asintió este con premura y mandó a un empleado por un enorme paquete.
Rosalina lo tomó con presura, pero era tan grande que apenas podía sostenerlo en sus brazos. Todos los caballeros presentes en el lugar se ofrecieron asistirla, pero ella negó rotundamente y se dirigió hacia la puerta antes de que nadie pudiera algo más.
Mercucio no podía ver aquella situación y quedarse tranquilo, por más testaruda que sea la dama. Arrebató el paquete de los brazos de Rosalina e insistió en llevárselo a su carruaje a tal punto en que ella ya no pudo negarse. Prácticamente se lo estaba llevando fuera de la tienda cuando ella aceptó y le indicó que su vehículo estaba doblando la esquina.
―¿Se está llevando usted un armario entero, señorita Rosalina? ―le preguntó Mercucio en broma.
―Es... Es solo un regalo, Su Alteza. Para mi buen padre antes de irme ―respondió esquiva, caminando junto a Mercucio.
―¿Irse?
―Al convento Santa María Della Scala... Su Alteza ―se explicó.
Mercucio conocía muy bien aquel convento. Su padre lo había construido tras la muerte de su madre. Todos creían que era otra orden más a servicio de la Santísima Virgen. Solo Valentino y Mercucio sabían que María también era el nombre de la única mujer que el príncipe amó.
―Verona llorará al ver irse a su rosa más bella ―comentó Mercucio, y sabía que uno de los que llorarían con lágrimas reales sería su pobre amigo enfermo de amor.
―Me temo que, de quedarme en Verona, me marchitaría ―susurró ella con timidez, pero con firmeza.
―Pues no puedo reprocharle por pensar así, mi dama. Verona es demasiado yerma para los corazones de algunos ―respondió Mercucio y no fue ajeno a la expresión aliviada de Rosalina. Supuso que era la primera persona en estar de acuerdo con su ida―. Si usted fuera un caballero le recomendaría viajar a Florencia o Roma. O incluso a Francia. A veces nos olvidamos que el mundo es lo suficientemente grande para que podamos florecer a sus anchas... ―continuó hablando con demasiado entusiasmo y se detuvo al pensar que quizás estaba ofendiendo a la señorita―. Pero supongo que una vida consagrada a Nuestro Señor y sus fieles también tiene sus placeres ―se corrigió, pero Rosalina solo lo veía con sorpresa y diversión.
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Mercucio amó a Teobaldo
Narrativa StoricaAntes que Romeo. Antes que Julieta. Otros dos se amaron. Un Capuleto de sangre y un Montesco de corazón. Un amor tan potente y tan prohibido que solo puede terminar en un trágico duelo. La bella Verona está infectada por algo peor que la peste: el o...