Epílogo

2.8K 520 398
                                    

Aquella mañana se parecía demasiado a la madrugada en la que habían muerto Romeo y Julieta. Hacía ya diez años. Se sentía como si el sol quisiera honrarlos usando un velo de nubes. Benvolio se lo agradeció.

Los días posteriores a la tragedia de Romeo y Julieta, el clima había acompañado los ánimos melancólicos y dolientes de las familias de Verona. Había llovido sin parar durante una semana, como si el Cielo intentara lavar la sangre que había manchado las calles de la ciudad. Toda Verona se había sumido en susurros y espanto por aquel verano sangriento que se había llevado las brillantes vidas de Mercucio, Teobaldo, Romeo y Julieta.

Después de encontrar los cuerpos de los jóvenes esposos, el Príncipe, aún dolido por la muerte de Mercucio, habló al pueblo. Reveló la verdad y exigió la paz.

Montesco y Capuleto aceptaron, cabizbajos. Su tío incluso había mandado a hacer una réplica de oro de la estatua que Romeo había hecho de Julieta y juró que, mientras Verona lleve su nombre, no habría efigie de tan gran estima como la de la constante y fiel Julieta. Y cuando su tía cayó enferma de pena, la misma Señora Capuleto en persona había ido a visitarla y había compartido su pena.

Romeo y Julieta, con su amor y sus muertes, habían cambiado Verona.

Por su parte, Benvolio, quién había heredado la administración del viñedo y el peso del apellido Montesco, había logrado ir recolectando los dibujos, cartas y diarios de sus amigos. Los había atesorado celosamente en un intento de mantener sus almas cerca de él. Solo aquello lo había salvado de la locura provocada por la soledad.

Sus recuerdos y los brazos de Curio, sosteniéndolo de caer en un oscuro abismo.

Hasta que se sintió listo para soltar los recuerdos de sus amigos y decidió escribir unas crónicas de la historia de los Montesco y Capuleto, con la esperanza de que no volviera a ocurrir cosa semejante. Su pluma nunca había sido tan buena como la de Mercucio, ni tenía la sensibilidad de Romeo; pero, para su sorpresa, había descubierto que aquellas crónicas se habían vuelto populares en toda Europa. Y hasta supo que un excéntrico británico se había inspirado en ellas para componer una obra de teatro de tal fama que había enamorado a la reina de las islas.

Cuando escuchó tal noticia, Benvolio no pudo más que reír hasta llorar al recordar a Romeo diciendo que Mercucio podría enamorar hasta la casta reina de Inglaterra.

Sin embargo, aquellos cuentos no mencionaban que Romeo y Julieta no habían sido los únicos Montesco y Capuleto atados por el hilo del destino. De a poco, la historia de Mercucio y Teobaldo se había convertido en un secreto.

Tampoco mencionaban que una Montesco y un Capuleto, diez años después, unirían aquellas familias enemistadas.

La ceremonia se había realizado en la capilla más grande de Verona y aun así había quedado pequeña para la multitud que se agolpaba a ver tal acontecimiento. Todos querían presenciar la unión de las familias que tanto habían atormentado Verona. Todos ansiaban un final feliz para aquella tragedia.

―No me dirás que te encuentras melancólico, Benvolio ―dijo la voz amable a su lado.

Benvolio, quién había estado esperando a la novia con una mirada perdida, se volteó para encontrarse con el actual Príncipe de Verona con una sonrisa apenada.

―Discúlpeme, Su Alteza.

―No lo sientas. Es un día igual a aquel ―respondió Paris, reflejando la misma sonrisa.

Paris fue el único sobreviviente de aquel verano de sangre. Un milagro lo había salvado de morir en aquella cripta a causa del ataque de Romeo. A pesar de su deseo de abdicar, poco tiempo después de ese verano asumió el principado de Verona, en un intento por darle paz a su tío destrozado por la pérdida de su hijo.

Mercucio amó a TeobaldoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora