Capítulo XXIII

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Julieta no había dormido desde que Romeo abandonó su balcón. El amanecer había llegado luego de que su amado hubo marchado para hacerle compañía, pero no había logrado distraerla de sus pensamientos.

Había llamado a su nodriza y le había contado lo sucedido. Al oír que Romeo Montesco le había propuesto matrimonio a Julieta Capuleto, la pobre anciana casi se desmaya, solo para luego comenzar a exclamar y conjurar a los santos tan fuerte que Julieta temió que despertara a su familia que descansaba luego del baile.

Cuando se hubo calmado, Julieta le pidió que estuviera pendiente del mensajero de Romeo. Ella misma se habría apostado junto a la puerta de los criados si aquello no hubiera llamado la atención de todos. Y hoy, más que nunca, debía ser discreta. Aquella era quizás su única oportunidad.

Su boda con Paris sería dentro de diez días y sabía muy bien que su madre y sus criadas no la dejarían sola ni un momento, preparándola para su indeseado "gran día". No. Su única oportunidad era ahora, cuando los Capuleto aún estaban tan distraídos por la resaca que no notarían la ausencia de la pequeña Julieta.

Sería un ratón escabulléndose de unos gatos dormidos.

Mientras esperaba a su nodriza, Julieta no dejó de deambular por sus aposentos. Tomó un bolso y guardó dentro todas sus joyas y un par de sencillos vestidos, así como su capa. Resistió el impulso de bajar a preparar a Hestia para el viaje; pues aquello la delataría demasiado. Así que simplemente le pidió al mozo de cuadra que la limpiara y preparara para "un pequeño paseo que daría en la tarde".

Julieta repasó una vez más el plan que Romeo y ella idearon aquella noche: él iría con Fray Lorenzo, esperanzado en que accediera a oficiar la boda, se casarían ese mismo día y huirían de Verona esa misma noche, al resguardo de la oscuridad. Irían a Padua o Venecia o, mejor, a un lugar donde no conocieran los nombres Montesco y Capuleto. Al día siguiente estarían en cualquier parte, siendo marido y mujer y comenzarían una vida humilde con los ahorros que pudieran llevar. Romeo podría vender su arte o trabajar de escribano y Julieta podría convertirse en dama de compañía de alguna señora. Seguramente serían pobres, pero nada les faltaría mientras se tuvieran el uno al otro.

En estas imaginaciones se encontraba cuando, por su balcón, vio a Angelica cruzando el jardín. Incapaz de contenerse más, Julieta corrió escaleras abajo para encontrarse con su nodriza.

―Mi querida nodriza... Dios santo, ¿tan seria? ―exclamó cuando se reunió con ella en los rosales―. Si las noticias son malas, dilas alegre; si son buenas, no estropees su música viniéndome con tan mala cara.

―Estoy muy cansada. Espera un momento. ¡Qué dolor de huesos! ¡Qué carreras! ―se quejó la anciana, ignorando la ansiedad de su ama.

―Por tus noticias te daría mis huesos ―dijo la niña mientras tomaba las manos de Angelica y la guiaba hasta uno de los bancos del jardín―. Venga, vamos. Habla, buena ama, habla.

―¡Jesús, qué prisa! ¿No puedes esperar? ¿No ves que estoy sin aliento? ―exclamó, dejándose caer sobre la piedra con un resoplido―. Me has tenido dando vueltas toda la madrugada, niña caprichosa.

Julieta se sentó en el suelo, a los pies de su nodriza, como cuando era pequeña.

―¿Cómo puedes estar sin aliento, si lo tienes para decirme que estás sin aliento? ―preguntó, todo su cuerpo temblaba, lleno de emociones―. Tu excusa para este retraso es más larga que el propio mensaje. ¿Traes buenas o malas noticias? Contesta. Di una cosa a otra, y ya vendrán los detalles. Que sepa a qué atenerme: ¿Son buenas o malas?

―¡Señor, qué dolor de cabeza! ¡Ay, mi cabeza! Palpita como si fuera a saltar en veinte trozos. Mi espalda al otro lado... ¡Ay, mi espalda! ¡Que Dios te perdone por hacerme quedar despierta luego de semejante fiesta!

Mercucio amó a TeobaldoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora