Capítulo V

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Los muchachos volvieron al campamento al atardecer, completamente sudados y cubiertos de tierra y hojas. Mercucio rengueaba ligeramente a causa del cansancio y el carcaj que le prestó su primo estaba vacío, pero se negaba a dejar que alguien más cargara su presa, un gordo faisán, y presumía que mandaría a hacer un sombrero con las plumas de su cola. Teobaldo llevaba un ave del mismo porte que la suya y no estaba más presentable que Mercucio. Paris y Gianluca no habían tenido más opción que dictaminar que aquella competencia había terminado en empate. Teobaldo y Mercucio tuvieron que conformarse con esa sentencia.

El señor Capuleto y sus amigos bromearon sobre el aspecto e ímpetu de los jóvenes un largo rato antes de mandar a cocinar los dos faisanes para la cena.

―Y ustedes vayan a limpiarse, por el amor de Dios ―exclamó Capuleto con la cara roja por el alcohol y las risas.

Los Della Scala se dirigieron a su tienda y Teobaldo se dispuso a hacer lo mismo.

Un rato después, cuando las aves ya estaban casi azadas y Teobaldo se había limpiado y cambiado, se dirigió a la tienda contigua en busca de Paris. Aún tenía dudas sobre si podía considerar a aquel hombre como un amigo, pero debía de admitir que no le molestaba su compañía. Además, quería darles una última mirada a las trampas. Quizás haya caído la liebre que tanto ansiaba el conde. Ciertamente, alguien que se comprometía tanto en cumplir una promesa hecha a Julieta, se ganaba un poco del aprecio de Teobaldo.

Sin embargo, cuando corrió la tela de la entrada se encontró con una imagen inesperada. Allí no había señales de Paris. Era Mercucio quien estaba en medio de la tienda lavándose.

Cuando se sintió acompañado, Mercucio se volteó con la agilidad de un ciervo acechado. Pero, al ver quién era el intruso, se quedó quieto como una estatua, quieto como una presa consciente de los ojos de su depredador. El agua caía de su oscuro cabello por la piel perlada de sus hombros y pecho y más abajo.

Apenas llevaba puesto sus calzas, estaba completamente desnudo de cintura para arriba. Teobaldo nunca había visto una piel tan blanca en su vida. Estaba seguro que si las luces de las lámparas fueran más fuertes podría haber visto las venas de Mercucio desde dónde estaba. Pensó que se veía como la cera de una vela derritiéndose con las gotas de agua cayendo por su delgado pecho. Aquello también le sorprendió a Teobaldo. El pecho y los brazos de Mercucio eran preocupantemente delgados y delicados, pero él mismo era conocedor de la fuerza de Mercucio al pelear, ya sea con la espada o con sus puños.

Sin embargo, había algo que rompía con toda aquella belleza etérea. Una rajadura en el marfil. Mercucio tenía una horrible cicatriz en su hombro, justo debajo de la clavícula. Teobaldo reconocía aquella cicatriz, él mismo se la había hecho.

Había sido poco antes de que el Príncipe enviara a Mercucio a estudiar lejos de Verona. Había sido en una de las tantas peleas en las que se enfrascaban. Una en la que Mercucio casi muere.


***


Por ese entonces Mercucio era apenas un adolescente de dieciséis que ansiaba llevarse el mundo por delante, siempre seguido de cerca por los Montesco, un par de muchachitos menudos y tímidos. A pesar de pertenecer a la nobleza como ahijado del príncipe, a Mercucio se lo solía ver jugando en los viñedos de los Montesco, causando problemas cerca del monasterio de Fray Lorenzo o buscando peleas en las plazas.

Teobaldo no recordaba por qué o cómo había comenzado aquella pelea. Nunca recordaba cómo comenzaban, simplemente lo hacían. Sus humores se atraían hasta chocar y explotar como las nubes cargadas durante una tormenta. Siempre provocándose. Pero aquella vez, Teobaldo se había propasado dos veces.

Mercucio amó a TeobaldoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora