2. Últimos días de verano

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A la mañana siguiente, me despierto tumbada en la cama de mi habitación del hotel. Poco a poco voy recordando lo que pasó la noche anterior. El guardia antipático, el ambientazo de la fiesta, la bebida, la sensación al caer por el acantilado... y a Sara. Mi madre, sentada en una butaca junto a la ventana, se percata de que estoy despierta.
- Dalia...
- ¿Está bien Sara? – le pregunto, temblando.
- Sí, ha sido un golpe en la cabeza, no muy grave. También tiene algún que otro arañazo, pero podría haber sido mucho peor. ¿Qué imbécil tendría la brillante idea de...? - no le dejo terminar.
- Mamá, fui yo. Fue mi idea – me mira, perpleja.
- Mira, no estoy para tus bromas ahora, Dalia – noto cómo las lágrimas resbalan por mis mejillas. Mi madre se da cuenta de que no estoy mintiendo y abre los ojos como platos - ¿Estás loca?¡Ayer casi se mata una chica!¡Podrías haber sido tú!
- Lo sé, lo siento mucho.
- Voy a hablar con tu padre ahora mismo.
Entonces se levanta y se va, dando un portazo al salir. Me tomo el tiempo que está fuera para pensar. Para asimilar que por culpa de mi propio egoísmo Sara casi se mata.

Vuelve media hora más tarde con mi padre y un sobre en la mano.
- Haz la maleta, volvemos a casa – dice cortante, mientras arroja el sobre a la cama – te esperamos abajo en veinte minutos.

Obedezco a mi madre y cuando termino de hacer el equipaje, me dispongo a abrir el sobre. Dentro hay impresa una copia de un correo electrónico.

Buenos días,
Hemos recibido su solicitud de ingreso. Nos complace informarles de que Dalia Miller ha sido aceptada con éxito para cursar su decimoprimer curso (11th grade) en el Internado de Portofino, Italia. Las clases comenzarán el día 1 de septiembre, pero se recomienda estar allí con al menos una semana de antelación para mejor adaptación al centro.
Gracias por confiar en nosotros, un cordial saludo.

No me entra en la cabeza lo que acabo de leer. Cojo todo mi equipaje y bajo corriendo al hall del hotel, enfadada. Mis padres, que acaban de pagar la factura, deben deducir que ya he leído el sobre, porque mi padre dice:
- Tú te lo has buscado.

Genial. Dentro de menos de una semana estaré subiéndome a un avión para pasar mi penúltimo curso de instituto interna en un lugar perdido de Italia. Pero ahora me esperaba otro vuelo, bastante largo además. En el coche de camino al aeropuerto le mando un mensaje a Lea, diciéndole que me voy, que siento mucho no poder despedirme, y que espero verla pronto. Ella vive en Ohio, así que estamos relativamente cerca. Menos por un pequeño inconveniente: yo no estaré en Virginia, sino en Portofino.

* * *

Hoy es el día. Son las cinco de la madrugada del veinticinco de agosto, y dentro de dos horas y media despega mi avión al aeropuerto de Génova. Allí un empleado del internado me recogerá para llevarme al maldito centro en el que mis padres me han metido sin mi consentimiento. Hace apenas tres días estaba tomando el sol tumbada en la blanca arena de Punta Cana con Lea. Una sensación de nostalgia y remordimiento se apodera de mí al recordar mis últimos días de vacaciones en el caribe.

- ¿Tienes todo? - pregunta mi madre, observándome desde la puerta de entrada de casa – tu padre te está esperando en el coche.
- Sí – le contesto, sin saber qué más decir.
- Dalia... que sepas que a pesar de todo lo que ha pasado, te voy a echar mucho de menos – añade ella, con la voz entrecortada. Sé que está siendo sincera, porque ella casi nunca se muestra vulnerable delante de mí.
- ¿Vendréis a verme en Navidad? – le pregunto, mientras pequeñas lágrimas saladas asoman por mis ojos. Mi madre me sonríe, se acerca a mí y me abraza. Yo también la voy a echar de menos. – Adiós mamá.

Subo al coche donde mi padre me espera y en cuanto me abrocho el cinturón de seguridad, pisa el acelerador. En el trayecto de aproximadamente media hora reina un silencio, pero no es incómodo. Aprovecho para sacar la cabeza por la ventanilla y respirar el aire seco y caliente habitual de esta época del año en Virginia. Después miro a mi padre que, concentrado en la carretera, frunce el ceño cuando el vehículo que tenemos detrás nos adelanta de forma brusca y sin avisar.
- ¡Imbécil! – Gruñe, levantando una mano del volante en un gesto divertido. No puedo evitar reírme y, para mi sorpresa, mi padre suelta una carcajada liberando la tensión que se le ha ido acumulando en los últimos días.

De pronto, me doy cuenta de que a mi derecha se encuentra un edificio enorme con forma rectangular, lleno de ventanales que dan a las pistas de asfalto por las que los aviones van y vienen a todas horas. El aeropuerto. Mi padre aparca el coche de cualquier manera junto a la estrecha acera delante del edificio, me da un abrazo rápido, no sin antes haber sacado mi equipaje del maletero, y suelta:
No te tires por muchos acantilados - acto seguido arranca el motor y se aleja por la infinita carretera de Virginia.
- Adiós, papá - digo en un tono inaudible.

Ahora solo me queda subir al avión, así que entro decidida al aeropuerto. Es la primera vez que hago un viaje yo sola, así que me intento guiar como puedo por los largos pasillos de la terminal. Paso los controles de seguridad, y me dispongo a buscar la puerta de embarque asignada a mi vuelo. La 73. Una vez encontrada, me acerco a una pequeña cafetería y tomo asiento. Una amable chica de unos veinticinco años toma nota de mi pedido: un capuchino y un croissant con mantequilla y mermelada. Queda poco mas de media hora para embarcar, así que decido tomarme el desayuno sin prisa.

A las siete y veinte subo al avión. Las azafatas me dan la bienvenida desde el pasillo de entrada y me guían al asiento que me ha sido reservado, por suerte al lado de la ventanilla.
- Disfrute del viaje, si necesita algo no dude en llamar a cualquiera de mis compañeras - Me dice una de las asistentas de vuelo. Le contesto con una sonrisa y me acomodo en el asiento.

Por fin despegamos. Siempre he adorado la sensación de vértigo que produce la elevación del avión en el estómago, parecida a la caída de una montaña rusa. Admiro cómo se ve todo desde el cielo; cómo las casas se van alejando hasta parecer una pequeña masa uniforme, los árboles formando un océano de distintos tonos de verde y las pequeñas nubecitas de múltiples formas apelotonándose al rededor del propio avión.

Sin darme cuenta, caigo en un profundo sueño y cuando me despierto, los pasajeros ya están desembarcando.

Italia, allá voy.

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