7. La cicatriz

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Cuando acaba la jornada de clase, hago mi habitual rutina de tarde: me ducho con ABBA de fondo, hablo un rato con Gia sobre nuestro día y bajo a cenar. Hoy hay brécol y filete de cinta de lomo a la plancha. Cenamos en la misma mesa de siempre, con Sam, Carlo, Fer y Nicco. Cuentan anécdotas de sus clases animadamente, todos menos Sam, que me mira de reojo.

¿Qué le pasa últimamente? Entre su nerviosismo esta mañana en la playa y sus miradas furtivas, me hace creer que le ocurre algo. Ignoro ese pensamiento en seguida en el momento en que Nicco me pregunta algo sobre las clases. Sacudo la cabeza.

— ¿Qué? — pregunto, devolviendo la atención a la mesa.

— Nada, decía que si en Estados Unidos comías esto — contesta, señalando al plato.

— Em... sí, no mucho pero sí. Allí son más de comida basura.

Seguimos conversando acerca de mi país durante media hora más hasta que por fin Samuele se levanta y anuncia que se va a dormir.

— Estoy cansado chicos. Además mañana empiezan los entrenamientos, os quiero ver activos — dice, dirigiéndose a Fer y Nicco, que al parecer también son parte del equipo de hockey.

— Cierto. Yo también me voy a la cama — comenta uno de ellos.

El resto se levantan y suben de vuelta a sus dormitorios, incluida Gia. Miro mi reloj: las diez menos cuarto. Eso significa en en quince minutos tengo que estar en la biblioteca, pero como no está muy lejos aprovecho a salir al jardín a darme un respiro corto. Me siento en la hierba fresca bajo el sauce e inspiro el aire húmedo. Las ramas caen hasta el suelo como una cascada y me acarician las mejillas, haciéndome cosquillas. Disfruto un rato más de la soledad nocturna y vuelvo dentro.

Las diez menos cinco. Espero a que no haya nadie en los pasillos, dado que está terminantemente prohibido deambular por ahí a partir de las diez en punto, y entro en el internado. Atravieso rápidamente el corredor de la planta baja hasta llegar a un portón de madera blanca en el que la palabra "biblioteca" está tallada. Lo abro bruscamente, sin llamar.

La misma sensación que tuve las dos veces anteriores que estuve en la estancia me llena enteramente. Es indescriptible.

— ¿Argus? — llamo, es un lugar tan grande y tan repleto de estanterías que mi vista no alcanza todos los rincones.

— Aquí — contesta él. Le encuentro sentado en un sofá alejado de la puerta. Lleva unos pantalones vaqueros anchos y una camisa de cuadros holgada, pero le sientan bien. Su cabello está despeinado, como siempre. Me acerco a él, que mantiene su mirada clavada en mí, y me quedo de pie frente a él.

— Hola — digo, haciendo ademán de sentarme.

— Espera, no te sientes aún.

— ¿Por qué?

— Porque vamos a buscar un par de libros por los que empezar. Sígueme.

Le obedezco. Pasamos por varias estanterías hasta que se para en seco delante de una de ellas. Coge un volumen bastante pequeño y me lo pasa: Harry Potter y la Piedra Filosofal. He visto la película.

— ¿En serio me voy a tener que leer un cuento para niños?

— Es lo más adecuado para ti — contesta, esbozando una sonrisa torcida — Además, es muy bueno.

— He visto la peli.

— Me da igual, el libro es cien veces mejor.

Continuamos paseando por la sala. Argus saca algúnos libros y acaricia sus respectivos lomos, no sin después hojearlos y olerlos. Me pone en la mano otros dos más.

IgnorantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora