13. Toda la verdad

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DALIA

Cuando nos separamos después de ese largo y cálido abrazo, me golpea la realidad de nuevo. Algo grave está ocurriendo y necesito saber de qué se trata, así que por mucho que me duela recordar a Argus los negativos acontecimientos de la noche anterior, saco el tema.

— Argus, ya sé que probablemente no te apetezca hablar de esto ahora pero neces... — comienzo a decir, pero él me interrumpe antes de terminar la frase.

— Lo sé. — corta en un tono de compresión — Si me dejas, voy a contártelo todo. Todo sobre mi historia y sobre el hombre que intentó raptarte ayer.

Me sorprenden sus palabras, ya que esperaba que me respondiese con evasivas en lugar de ofrecerse él mismo por voluntad propia a explicarme lo que está ocurriendo.

— Adelante. — le cedo la palabra, porque me corroen la curiosidad y la incertidumbre.

— Por dónde empiezo... Cuando era niño vivía en Avegno, un pueblo cerca de aquí, a unos veinte kilómetros. Era pequeño, la mayoría de personas nos conocíamos, al menos de vista. Yo vivía en una casa adosada muy antigua, en una calle estrecha y empinada sin aceras. Aún recuerdo el portón viejo de madera que chirriaba al abrirse... — esboza una sonrisa amarga, como si la memoria no le resultase agradable.

≪ Los primeros seis años de mi vida fueron tranquilos, dentro de lo que cabe. Era el primer hijo de mis padres, así que me criaron con muchas ganas y cariño. Al fin y al cabo, era la novedad. Sin embargo, cuando cumplí los seis, dejé de ser un niño pequeño y adorable y comencé a tener uso de la razón, mis padres se cansaron de mí. Ya no me ponían atención, me mandaban ir andando solo al colegio y nunca me ayudaron con los deberes, como hacían los padres de los demás niños. Mi madre al menos me preparaba la merienda al principio.

Mis padres tenían una empresa inmobiliaria, pero el negocio no les fue bien y tuvieron que cerrarla. Perdieron mucho dinero, o eso creo recordar. Les cambió a los dos, en especial a ella. Se convirtió en una persona egoísta y amarga a la que no le importaba nada que no fuese el dinero, ni siquiera yo. Mi padre, que era muy influenciable, actuaba según la voluntad de mi madre, así que no se comportaba de una manera muy diferente a la de ella.

Un día empezaron a mandarme sus recados porque ellos estaban demasiado cansados para hacerlos. Tenía que hacer la compra, lavar el coche, limpiar la casa, cocinar la cena cuando había partidos de fútbol... y yo lo hacía sin ganar nada a cambio, solo un techo para vivir y alimento. Un día, se me quemó un poco el pescado y mi madre se enfadó. Se puso a gritarme y a decirme cosas como que no me merecía todo lo que tenía, que tenía que aprender la lección o algo así. Así que esa noche me dejó sin cenar, porque decía que había echado a perder la comida y que por eso no me merecía probar bocado. Ese tipo de situaciones comenzaron a darse más a menudo. Si fallaba en algo, lo que fuese, me dejaban sin comer. Me quedé escuálido. Aprendí a vivir así durante dos años, hasta que a los nueve comenzaron a atizarme con la regla, como se hacía antiguamente. Ocurrió porque un día muy frío de invierno rescaté una cría de gato que trataba de coger calor bajo el motor de un coche y me la llevé a casa. Cuando mi madre me vió entrar me arrancó el animal de las manos y lo lanzó de vuelta a la calle. Entonces cogió una regla de madera y pronunció las palabras "esto te pasa por coger cosas sin permiso", seguidas de varios golpes secos. Era solo un niño, Dalia, no sabía nada de la vida. Hasta llegué a pensar que esa situación era habitual en todas las casas.

Poco a poco las cosas se calmaron un poco. Ellos seguían castigándome, pero se mantenían apartados de mí el máximo tiempo posible. Supongo que para no tener que aguantarme, no lo sé. Entonces, cuando cumplí once años, ocurrió lo peor. Aquel día me habían mandado comprar tinte de cabello para mi madre. Lo compré, y de vuelta a casa, con el dinero sobrante, compré también un libro para mí. Era la primera vez que adquiría algo para mi uso personal y no para el suyo. Fue un error. Llegué a la casa que yo no consideraba mi hogar y, mientras leía mi libro, mi madre vino gritando a mi cuarto. Estaba furiosa porque el tinte que la había traído no era el tono que ella quería. Algo tan irrelevante como eso. Cuando entró para castigarme, vio mi libro y se enfadó aún más. Jamás la había visto así. Jamás había sentido tanto miedo en mi interior, Dalia. No había nada en sus ojos, nada. Solo una rabia y un odio tan feroces que podría haber quemado el pueblo entero con su mirada. En lugar de eso, cogió la botella de agua de cristal que había sobre el escritorio y me la lanzó con fuerza. Por el peso del agua, la botella cayó con más fuerza sobre mi brazo y se rompió contra él. Los afilados fragmentos de vidrio rasgaron mi piel y me dejaron heridas muy grandes. La cicatriz es lo que queda de ellas.

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⏰ Última actualización: Jan 22, 2023 ⏰

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