8. Estrellas fugaces

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DALIA

Miro a Argus y nuestras miradas se encuentran. Me parece surrealista lo que está pasando, sobretodo por el hecho de que yo pensaba que le caía mal. Continuamos encima de las bicis durante un buen rato, aunque al ser de noche no logro distinguir dónde estamos.

— Ya queda poco — informa.

Frena su bicicleta y la apoya en un muro bajo de piedra. Yo hago lo mismo. Caminamos por la calzada de piedra hasta que llegamos a un edificio grande, viejo y destartalado. Parece una especie de monasterio abandonado. Entramos, pero está todo tan oscuro que tropiezo con un tablón de madera mal colocado.

— Auch — me quejo en voz alta.

— ¿Todo bien por ahí atrás, Dalia? — pregunta Argus desde lejos.

— Sí, aunque... no veo nada, me voy a matar — explico mientras intento andar, dando trompicones.

— Siempre quejándote — suspira exageradamente a propósito. Regresa a donde yo me encuentro y me agarra del brazo con una de sus manos. Son fuertes y grandes. Tira de mí, arrastrándome por la antigua edificación. Él, a diferencia de mí, camina sin vacilar, como si pudiese ver todo lo que hay a su alrededor.

Se para delante de una escalera de mano.

— Sube — dice.
Pongo un pie en el barrote más bajo y las dos manos en unos más altos y comienzo a trepar. Cuando ya casi estoy arriba, fallo en apoyar uno de mis pies en el barrote y me desequilibro. Gracias a Dios, él me sujeta por la espalda antes de que me caiga del todo. Me da un escalofrío.

— ¿Cómo eres tan torpe? — inquiere, un poco molesto, empezando a subir la escalera, con mucha más agilidad que yo.

— Perdón si no subo escaleras de monasterios abandonados a oscuras todos los días — contesto, irónica.

— Ja, ja — responde él, también con ironía — Apártate de ahí y déjame pasar.

Me quito de la abertura que da al segundo piso y él sube. Vuelve a agarrarme del brazo y me lleva hacia otra escalera, esta vez de caracol.

— Madre mía pero cuántos pisos tiene esto — comento mientras subimos.

— Todavía nos quedan, así que deja de protestar — pongo los ojos en blanco. Me estoy empezando a cansar de nuestras pequeñas discusiones. Subimos y subimos, hasta que por fin alcanzamos un rellano muy pequeño, tanto que Argus tiene que agacharse para poder caber. Me guía por una especie de hueco en la pared y me ayuda a saltar un tejadillo. Y cuando finalmente consigo acostumbrar la vista a la oscuridad, me percato de que estamos en el maldito tejado del edificio, a unos cien — o más — metros del suelo.

— Túmbate y observa — me pide, y él hace lo mismo.

El cielo está repleto de estrellas, tantas que hasta se puede apreciar la vía láctea. Distingo constelaciones como la osa mayor y el cisne, y la luna menguante resplandece también junto a ellas. Pero no es eso lo que más me llama la atención. Diminutas motas de luz se mueven en línea recta dejando estelas a su paso, para después desaparecer: estrellas fugaces. Mientras unas se pierden en el espacio, nuevas luces emergen de la oscuridad para trazar sus efímeros recorridos.

— Bienvenida al lugar donde nunca deja de llover — anuncia. No logro articular una respuesta. — ¿Dalia?

— Es... lo más increíble que he visto nunca — consigo decir a pesar de tener la voz entrecortada. Permanecemos en silencio, quietos, simplemente mirando la lluvia de estrellas. Viendo cómo diminutos puntos dorados cruzan la oscuridad dejando una efímera estela detrás.

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