12. Pesadillas

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ARGUS

Agarro a Dalia antes de que caiga al rígido suelo de madera y la sujeto entre mis brazos, elevándola con delicadeza. La saco de la habitación en la que el resto de la gente baila, ignorantes de la situación que ha tenido lugar justo delante de sus narices, y esquivo la multitud con cuidado de que la chica no reciba ningún golpe involuntario. Nunca la he tratado como si fuese de porcelana, como si pudiese romperse en pedazos con un simple roce. Es fuerte y testaruda: su manera de contestar, de actuar... Pero ahora ya no está a salvo. Tengo que protegerla de mi mayor amenaza antes de que logre convertirse también en la de ella.

Por fin abandono la fiesta sin siquiera despedirme y me dirijo hacia la trampilla sin mirar atrás con una presión creciente en el pecho. Subo al dormitorio de Dalia y, sin soltarla, introduzco rápidamente en una mochila unos pantalones y una muda de ropa interior cualquiera. Treinta segundos más tarde me encuentro deslizando una nota de advertencia por la rendija debajo de la puerta del dormitorio de Carina Russo, mi protectora, y un minuto después ya he cruzado el gigantesco pórtico de entrada y me he adentrado en el bosque. Llego a mi cabaña y dejo cuidadosamente a Dalia sobre el edredón de mi cama, aunque le cubro el cuerpo con una manta para que no coja frío. Se me olvidó coger algo de ropa de abrigo de su armario. Me siento en el suelo con la espalda pegada a la pared, junto a la cama, para asegurarme de que Dalia está bien. Media hora más tarde, me sumo en un profundo sueño.

Los recuerdos se agolpan en mi mente. Recuerdos que tanto he luchado por olvidar. Recuerdos de aquella noche en la que mi vida dio un completo giro.


* * *

Avegno, Génova

8 años antes

Después de un duro día de clases y aprendizaje, llega la hora de regresar a casa. Es curioso cómo los demás niños aborrecen el colegio y se pasan el día deseando que suene el último timbre del día, esperando impacientemente el momento de recoger sus bártulos rápidamente y salir escopeteados a encontrarse con sus familias. En mi caso, me pasa completamente lo contrario. Prefiero quedarme un rato más en la biblioteca, leyendo algún libro interesante, para así alargar el momento de volver. Muchas veces me imagino qué ocurrirá en los hogares de los demás cuando entran en casa después del cole. ¿Les darán sus padres un fuerte abrazo?¿Les ayudarán a hacer los deberes?¿O tal vez les prepararán la merienda? Un chico de mi clase me contó que le regalaron una consola por sacar buenas notas. ¿Eso pasa de verdad?

Esta vez no puedo quedarme en la biblioteca, tengo que hacer recados para mamá y papá. Si no lo hago, se enfadarán. Me dirijo al supermercado del pueblo y recuerdo los artículos que tengo que comprar: una caja de tinte de cabello y dos botellas de CocaCola. Me paro frente a la estantería de los tintes, sin saber cuál coger. Al final escojo el paquete que muestra la fotografía de una mujer con el cabello más similar al de mi madre, de color "rubio ceniza". Después, recojo las dos botellas de refresco que mi padre ha pedido y pago todo. Me sobran cuatro euros. Salgo de la tienda para regresar a casa, pero de camino me paro en la tienda de libros de segunda mano que hay en la calle paralela a la mía. Siempre entro y admiro la cantidad de ejemplares que reposan en las estanterías, la mayoría con el lomo desgastado y las páginas tornándose amarillas. Sin embargo, hay uno en específico que me llama la atención: Matar un ruiseñor.

– Buenas tardes, señor Parisi – saludo al dueño de la tienda, que en muchas ocasiones me ha permitido leer algún libro sin la necesidad de pagarlo.

– Buenas tardes, pequeño Argus. ¿Qué quieres leer hoy? – pregunta el anciano. En realidad, no tenía pensado llevarme nada, pero... tengo cuatro euros. ¿Qué daño puede hacer que me los gaste en algo para mí?

IgnorantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora