5. Castidad.

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(...)

"Sino que en efecto os escribí que no anduvierais en compañía de ninguno que, llamándose hermano, es una persona inmoral, o avaro, o idólatra, o difamador, o borracho, o estafador; con ése, ni siquiera comáis."

Corintios 5:11

(...)

Los niños de su edad ríen en el parque con sus muñecos de trapo y sus pelotas de cuero. Saltan a la comba, y algunos se rascan la rodilla al caerse contra la arena. Pobrecito, le sangra la rodilla. Pobrecito, le duele mucho.

Pero no pasa nada, porque mamá va en su ayuda, acude a su llamado. Le sopla la herida y le dice que todo va a estar bien, mientras que con un pañuelo de tela le seca las lágrimas con  mucho cuidado, como si su propio hijo de pudiera quebrar. Echa agua en su dolor, y se siente aliviado, porque la arena ya no le pica.

Los niños de su edad... NO. Él no es como los niños de su edad. Es un chiquillo de ocho años, al que le han roto su juguete favorito. Entre sus manos nota los trocitos de madera y las astillas clavándose en sus pequeños dedos. Las telas están desgarradas, y algunas partes han sido atacadas por algún tipo de cigarrillo que su padre suele fumar cada cinco minutos.

Hace veinticuatro horas, tan solo siete inviernos había vivido.

Sus ojos arden, necesita llorar más de lo que ya lo está haciendo. Siente el demonio dentro, ese del que tanto le habla su madre, ese del que habla pestes el sacerdote de su iglesia, su padre. Quiere sacarlo de dentro suyo, le está quemando el alma. 

De reojo ve como brillan los tacones verde esmeralda de su madre en una esquina del salón, culpables de todo su dolor. Su madre le dijo que no se le ocurriera ni mirarlos, un niño como él jamás podría subirse a ellos.

Pero los zapatos de tacón encajan a la perfección con sus ojitos claros. Los zapatos le hacen ser más alto y sentirse como un niño grande como su padre. No entiende por qué no puede usar los zapatitos, si solo le hacen feliz.

Babea y moquea sin control, quiere gritar y lo único que le sale es un hilito de voz penoso y triste. La mirada decepcionada de su madre, y la huída de su hermana mayor al verle vestido "como una mujer", no ayudan a su consuelo.

Nadie le da toquecitos en la espalda consolándole, el único contacto piel con piel que ha tenido el día de hoy han sido los brazos de su pobre madre, que aguantaban sus hombros, obligándole a ver como su padre arrancaba una a una las partes de su amado juguete.

La mujer lloraba al notar como su pequeño temblaba del miedo. Pero no, no se apartaba de su lado. Seguía obligándole a ver cómo su marido destrozaba las ilusiones del menor. Agarrándole de los hombros y abriéndole los ojos mientras sus propias lágrimas caían en los rizos de su hijo. Un acto cruel, justificable a ojos de aquella mujer.

El chiquillo, aún con su juguete favorito entre las manos, le da pequeños besitos a aquellas partes que él cree que se pueden arreglar. Mientrás, su mami le besa las heridas cuando sangra, prometiendo que se van a curar (no lo hace en realidad, solo en sus cálidos e irreales sueños), ¿por qué no se podrían arreglar así las heridas de su (ya no) majestuoso juguete?

Le da un último beso, con los párpados bien cerrados y los labios apretados, sintiendo como se mezcla el agua salada de sus lágrimas con su propia saliva. Cuando abre los ojos, ya nada es igual.

Church of burnt romances  †Larry Stylinson†Donde viven las historias. Descúbrelo ahora