2005. Comienzo

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2005. Comienzo

Un niño de ocho años no debería pensar en la mortalidad. Un niño de ocho años no debería haber estado cara a cara con la muerte, aunque esta solo le haya sonreído al pasar por su habitación, para luego meterse en la de sus padres. Un niño de ocho años no debería pensar en cielos e infiernos, en el bien y el mal. Un niño de ocho años, le dijo al psicólogo Daphne, debería creerse inmortal, y creer inmortal a los demás. Debería ensuciarse en el barro y pensar en la vida, de cómo apareció él de pronto en la tripa de mamá. Un niño de ocho años no podía pensar en la mortalidad. No podía conocerla. Daphne no quería que su niño de ocho años la conociera. Daphne se había pasado toda la vida evitando la muerte, huyendo cuando se presentaba, haciendo oídos sordos cuando se la querían mentar. Colgaba el teléfono sin decir hola ni adiós cuando llamaban los de seguros de vida, no pisó el hospital cuando su padre estuvo enfermo, no quiso verlo por última vez dentro del ataúd. Evitaba mirarse en el espejo cuando salía de la ducha, porque si no empezaba a pensar en su carne, en la sangre que corría por sus venas, en el corazón, tan traicionero, que tan pronto latía como dejaba de latir. La mortalidad para Daphne no era inevitable, sino evitable hasta que dejara de serlo. Daphne estaba aterrada de la muerte, y le parecía un chiste del destino que hacía un mes se hubiera tenido que sentar en la cama de su hijo, ponerlo sobre sus rodillas y decirle que su padre había ido al cielo.

Su padre no había ido a ninguna parte. Su padre estaba en una morgue, frío, descomponiéndose, y pronto iba a estar bajo tierra, donde su olor putrefacto no pudiera molestar. Sus brazos se convertirían en raíces y acabarían envolviendo todo Londres. Daphne no podría ir a ningún lado. Y Daphne tampoco podía responder a las preguntas que le hacía su hijo, porque se había pasado toda la vida ignorando a la muerte, por lo que no sabía nada de ella. Así que primero decidió que un psicólogo se encargara de su hijo. Y luego se dio cuenta de que no podía aguantar, yendo a comprar y llevando a su hijo al colegio, caminando por Londres, sin gritar. Sin gritar un desesperado porqué, sin llorar desgañitándose, sin pedir que se lo devolvieran, sin poner unas temblorosas manos en el suelo y pensar que ella y el amor de su vida se estaban tocando. Y luego, Daphne sentiría asco. Porque era incapaz de creer que su marido no fuera otra cosa que carne muerta. Y nadie se lo devolvería ni volvería a verle cuando no pudiera seguir evitando a la muerte, porque estaba sola en la inmensidad del cosmos. Sola. Sintiendo vértigo, llorando por debajo de la piel, con un ataque a ese corazón que tanto temía porque en cualquier momento podría parar. Y entonces ella misma sería carne muerta, podrida, no existente. Fin absoluto.

Daphne hizo las maletas, recogió antes de hora a su hijo de la escuela y se puso a conducir. No sabía a dónde iba, pero desde luego no podía estar en Londres. Cada cierto tiempo miraba a su hijo, que jugaba con un cochecito en la parte de atrás. Él le sonreía y Daphne le veía a él. Entonces suspiraba y seguía conduciendo. Condujo, condujo y condujo hasta que llegó a un pueblo cuyo nombre ni miró. Fue a la posada y pidió una habitación. Una vez allí, con su hijo saltando en la cama y su inocente risa calentándole el corazón, Daphne pensó en lo que había hecho. Daphne se dio cuenta de que por el bien de ella misma debía tirar toda su vida a la basura, y estaba dispuesta. Pero, ¿y su hijo? ¿Acaso había colegios en aquel lugar? ¿Acaso sería capaz de alejarle de sus amigos y de la civilización? Daphne se dijo que sí. Que sí, porque ya no solo debía protegerse a sí misma de la muerte. Ahora Daphne tenía que evitar que la muerte volviera a perturbar la vida de su hijo. Debía arrancarle de sus garras y enseñar a Harry a evitarla, como Daphne lo había hecho durante toda su vida.

🌼

Dos semanas después Daphne se trasladaba definitivamente a Chestnut Hills. Era una casa pequeña, con la pintura desgastada y no en muy buen estado, pero ella creía que con amor y dedicación podría ser un hogar acogedor. Las vistas no eran las mejores. Las otras casas de la calle estaban a centímetros de la suya, de tal forma que podría tener una conversación con los vecinos cuando fregara los platos. La habitación de su hijo también tenía una ventana en frente de la de los vecinos. La primera vez que subieron, un niño de una edad similar a la de Harry estaba leyendo en la cama. Daphne, feliz de que hubiera niños en aquel lugar, instó a su hijo a saludarle.

El niño se llamaba Louis, y tenía los ojos más azules que Daphne había visto en su vida. Los padres de Louis eran amables y Daphne sintió que podría trabar con ellos una amistad. Cecilia, la omega, la invitó a pasar al patio a tomar una limonada. Con el refresco en la mano y una sonrisa esperanzada en el rostro, Daphne observó a Harry jugar con Louis, y algo en su interior le dijo que allí Harry iba a estar feliz.

atávico ; lsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora