Prefacio

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Odio.

Cuatro letras, un sentimiento.

El único que era capaz de sentir. Y lo inusual de ello era que aquella emoción no iba dirigida a alguien en específico, o bueno, sí, hacía mi misma.

Me odiaba.

Mis ojos empezaron a analizar mi entorno. Todos a mi alrededor parecían ser felices y disfrutar su vida, los niños jugaban bajo la dulce lluvia y reían. Sus padres parecían deleitarse en el juego inocente de sus retoños.

Por un momento traté de imaginar cómo sería mi vida si no estuviera sumergida en aquellas penumbras que me consumían, sin esos fantasmas que me atormentaban de noche o aquellas pesadillas que se robaban mis sueños.

¿Sería capaz de sentir algo diferente al odio?

Miré mi reflejo en un charco de agua y era inevitable. Ni imaginando el más hermoso de los escenarios era capaz de sentir un sentimiento distinto al desprecio al verme.

Me odiaba por estar rota en medio de espejos relucientes y hermosos.

Me aborrecía por ser insuficiente estando en un mundo que exigía todo lo que carecía.

Me detestaba por todas las heridas que cargaba conmigo y no existía una cura para ellas.

Patee el agua del charco sintiendo la ira distribuirse por todo mi torrente sanguíneo hasta llegar a cada rincón de mi ser.

¿Por qué todos parecían vivir en una burbuja de armonía y felicidad?

¿Por qué yo no podía sentir un poco de aquello que los hacía sonreír?

¿Estaba tan dañada como para poder tener esperanza de salvación?

De verdad anhelaba solo por un segundo sentir aquello que parecía hacerlos felices porque no lograba entender que podía ser tan bueno para tener ese brillo que los hacía reír y ver su entorno como si todo fuera hermoso y perfecto, no como si el cielo estuviera gris y junto con mis ojos, lluvia descendiera de el.

¿Podría verme algún momento inquebrantable como aquellas personas?

¿Realmente cada pieza rota de mí podría ser indestructible?

InquebrantableDonde viven las historias. Descúbrelo ahora