Corré Que Te Gana.

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    A la mañana tampoco me encuentro con mi madre. O, mejor dicho, me la cruzo mientras ella sale y yo me levanto, y me mira con la expresión atónita de quien encuentra un cocodrilo en su coche. Y si, como no le avisé, no podía saber que yo había vuelto.

    —Hola —me dice.

    —Hola. ¿Se sabe cuándo vuelve papá? —y para responder a la pregunta que se le dibuja en la cara, agrego—: ya sé todo porque vi a la abuela ayer a la tarde.

    Se acomoda el saco de su trajecito de verano (siempre impecable, creo que hasta debe tener el vestido justo para el Juicio Final), y dice:

    —No me acuerdo y no me interesa...

    Suspiro.

    —Está bien... Tenés mala cara, igual.

    Se lleva instintivamente la mano a la mejilla, pero yo me refería a las ojeras.

    —Nos vemos a la noche —me dice mirando el reloj.

    Y se olvida de preguntarme por qué volví a casa.

    Veo su espalda enmarcada por la puerta abierta y algo se mueve en mi garganta. Es la tentación de detenerla y de abrir la boca para contarle todo. Por un segundo estoy a punto de hablar, después resisto la tentación. No tengo el valor. No solo tengo miedo de decir lo que tengo que decir, también me da mucho miedo su reacción. No es nada lindo temerle a tu propia madre.

    Para desayunar, saco del fondo de la heladera un yogur que se venció apenas ayer y agarro de la despensa una galletitas que, al fin y al cabo, huelen bastante bien. Pantalones cortos, musculosa, zapatillas, y salgo al parque antes de que el calor derrita el asfalto.

    El parque donde voy a correr está sediento: la tierra de los canteros está gris y llena de grietas diminutas. Levanto nubecitas de polvo por los caminos pedregosos. Se me seca la garganta con solo mirar alrededor.

    Son las ocho pasadas y acá hay un tumulto de perros, viejas moribundas y niñeras de todo tipo que pasean a los bebés en cochecito. Hago la vista gorda con los bebés porque no estoy en un buen momento para ser imparcial.

    Me gusta mirar a la gente mientras corro, pero mi entretenimiento favorito es observar a los que corren, como yo. Si bien prefiero entrenar en el club, no es extraño encontrarse con alguien conocido en los circuitos urbanos. Tengo un juego que consiste en divisar a alguien que está lejos, apuntas hacia ahí, acercarme y pasarlo. Si resulta ser alguien que conozco y me cae bien, intercambiamos un par de palabras y después encuentro un pretexto para desviarme y tomar otro camino. En fin, no es que sea un pasatiempo pero, cuando corrés, tenés que encontrar la manera de matar el tiempo y de distraerte de las quejas de tu bazo. Una costumbre como cualquier otra, digamos.

    No sé si ya se inventó un refrán, pero habría que encontrar un modo de decirlo con palabras elegantes, una bien puesta detrás de la otra: la costumbre puede tener resultados desastrosos. Porque cuando la sigo me comporto como un cerdo nadador.

    La cuestión del cerdo requiere una explicación. Cuando los exploradores zarpaban en largos viajes, con camino incierto y con destino más incierto todavía, llevaban chanchos a bordo. Por lo general los pobres porcinos terminaban siendo la cena de los marineros, pero algunos funcionaban como brújulas vivientes. De hecho dicen que, en el agua, los cerdos nadan siempre en dirección a tierra firme. Sin embargo yo, que soy como un chancho urbano, corro siempre hacia los peores problemas.

    Ni bien atravesé las rejas abiertas del parque, avisté mi primera presa. Me obsesiono con unos hombros que tienen el ancho suficiente para llevar con gracia una camiseta traslúcida. Las piernas tampoco están mal: son flacas y corren como corren los que precalientan y no están corriendo de veras. Y yo de esto sé. El gorro blanco con visera baja tiene una tela rara que protege el cuello, como las que usan los deportistas extremos en el desierto. Solo puedo decir, en mi defensa, que mi sistema de selección es automático.

    Entonces, como hago siempre (ay, la costumbre), acelero controlando la respiración. Me concentro en un dolorcito de rodilla y me tranquilizo cuando me doy cuenta de que es solo un error de postura. Llego distraída hacia donde está la camiseta negra.

    Cuando estoy hombro con hombro con el tipo de negro, giro la cabeza y me viene de adentro la cachetada que no me puedo dar a mí misma.

    Camuflada debajo del gorro con visera está la cara de César, que me hace un guiño en perfecto equilibrio entre lo adorable y lo odioso.

    Se me para el corazón, casi me quedo atrás, un grito (o quizás un insulto) me sube por la garganta, pero en el pasaje entre el cerebro y la tráquea se transforma en un "hola" ronco y poco fluido.

    Él me sonríe:

    —Hola, hermosa.

    Me toma por sorpresa e, indecisa entre la sonrisa y la mueca de amenaza, decido poner cara de nada.

    ¿Debería contarle del bebé?

    ¡Uf! Pensé en la palabra "bebé". Nuestro bebé.

    Lo miro.

    Vuelvo a la realidad. ¿Pero por qué tendría que compartir lo que me pasa con un tipo así? Bueno, sí, tiene buen físico. Se tonificó mucho últimamente, tanto que no lo reconocí desde atrás y pensé que era un adulto. Es lindo de cara también. Y además tiene esa actitud que hace temblar las rodillas y que conozco demasiado bien. Pero, por favor, ¿Qué me pasó por la cabeza hace seis semanas?

    Y encima huele horrible, a transpiración (como de varios días sin bañarse, un asco). Seguro que en el vestuario me pareció un detalle erótico.

    Apelo a la clemencia de la corte: ¿no demuestro con eso que era totalmente incapaz de discernir?

    De cada rincón de mi cabeza y cada ramificación nerviosa llegan impulsos de bronca. ¿Pero estoy enojada conmigo o con él? Hagamos mitad y mitad, que está bien.

    —Y, ¿Cómo va?

    Me lo pregunta sin sonreír y yo le respondo vaga, dudando:

    —Todo bien... Nos vemos...

     En venganza, le hago tragar el polvo que levanto con los talones.

    La bronca que tengo encima es como un tanque de avión lleno: me sobra la energía para correr durante tres días. Pero ahora no corro: técnicamente, escapo. Tarde o temprano sabré de quién y de qué.

    Corré, Perla, corré que la bronca te gana. Y, sobre todo, no mires atrás.

Una Delgada Línea Rosa - Annalisa StradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora