¿Quién Vino?

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    Cuando era virgen y no estaba embarazada mis días eran bastantes monótonos, pero ahora parece que a cada hora me pasa una cosa nueva.

    Vuelvo a casa después de mi divertido paseo por el centro ya pasada la hora del almuerzo, pero no tengo ni un poquito de hambre. Es probable que se me haya ido gracias a Desiderata. Por los demás, no me siento nada bien. No sé si es un efecto del chichón que se está multiplicando dentro de mí o del cansancio extraño de estos días agotadores. Tengo la cabeza metida en una pecera y los pies a un centímetro del suelo.

     Me tomo un té bien azucarado que forma una especie de charco en mi estómago y amenaza con desbordar con cada movimiento. Si esto es estar embarazada, me pregunto cómo llegamos a ser seis billones en el mundo.

    Suena un timbrazo, como un taladro de mecha gruesa en mis oídos. Voy a atender el portero caminando con la soltura de los astronautas en la Luna.

    -¿Quién es?

    Estoy haciendo una apuesta entre yo y yo, y le apuesto un poco al cartero y un poco a una visita de Allegra y Daniel.

    -¿Perla? Soy César

    Caigo de la Luna a la Tierra y, sin conciencia de lo que hago, le abro.

    -Tercer piso.

    Entreabro la puerta de casa y lo espero. Debería tomar un analgésico, pero si el malestar persiste tal vez pueda tener reacciones más energéticas. En los documentales dicen siempre que los animales indispuestos son más agresivos.

    Él sale del ascensor con una remera de color naranja que le da el golpe de gracia a mi cabeza partida. Me salto las formalidades (cada vez más seguido). Mientras me corro de la puerta para invitarlo a entrar, le pregunto:

    -¿Qué querés?

    Está en el recibidor de mi casa y mira alrededor como un turista en un museo. Me sigue hasta la sala y dice a mis espaldas:

    -Estuve pensando.

    Me siento despatarrada en el sofá y me libero de un peso, al menos a nivel lingüístico:

    -Ah, bueno, cada tanto pensás. Qué notición.

    Serán las náuseas, será el calor, tal vez el cansancio del día pesado, pero definitivamente se me aflojaron las inhibiciones. Puse en marcha una conexión de alta velocidad entre el cerebro y la boca. Creo que es la primera vez que me pasa en la vida y, por más que el resultado no sea muy feliz me siento liberada.

    César ya no me intimida más. No sé si está bien o mal ("la posteridad dará el arduo veredicto", hubiera dicho el poeta Manzoni), pero es liberador.

    Él se recupera y me la devuelve:

    -No soy el único que a veces no piensa. Vos no fuiste capaz de decirme que corríamos riesgos.

    -Sentate -le digo, viendo que está parado en la alfombra y no sabe qué hacer-. Es que no entendí la pregunta.

    Está confundido y arruga la frente.

    -¿Qué pregunta?

    -La que me hiciste en el vestuario, cuando me preguntaste si corríamos riesgos y yo te respondí que no. No había entendido de qué estabas hablando.

    Se sienta y sacude la cabeza, y su cabellera castaña se mueve de un lado a otro.

    -Perla, ¿de qué iba a estar hablando?

    -Podrías haber sido más claro.

    Siento ganas de morderme la pielcita del dedo gordo, pero me esfuerzo y consigo no hacerlo. Él se me acerca como si yo fuera una nena con un leve retraso y habla despacio:

Una Delgada Línea Rosa - Annalisa StradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora