Reconciliación (O Casi).

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    Maldito cada minuto de este domingo largo como un año de hambruna.

    Me salvé de la mañana porque todos nos levantamos tarde y mi familia pertenece a esa clase de gente que, para ponerse a charlar, necesita estar por lo menos tres horas despierta. Por regla, remoloneamos hasta el almuerzo antes de poder articular un discurso coherente, formado por preguntas, respuestas y observaciones relacionadas entre sí.

    Mi padre, fiel a un compromiso que tenía desde hacía meses, se fue a almorzar con un colega al club de tenis, donde después jugará un partido y terminará agitado y perdiendo por varios sets (da buenos reveses, pero solamente si no tiene una raqueta en la mano).

    Mi madre prefirió rechazar la invitación y cocinó y congeló suficiente comida para todos los almuerzos de la semana.

    Perdí el rastro de las gemelas en algún momento indeterminado: se dejaron secuestrar por los padres de un amigo, que las llevaron a una excursión al aire libre.

    Debería haber sospechado... o sea, ¿no es evidente que todo esto era una estrategia para que mi madre y yo pudiéramos estar solas bajo el mismo techo y con mucho tiempo por delante?

    Antes de que lograra ubicar todas las piezas del rompecabezas para obtener la imágen de la trampa a punto de cerrarse, llegó tarde. Veloz como una lagartija, me metí en mi cuarto y usé un libro como escudo. No sé ni qué título tiene: miro fijo las letras y basta. Podría estar en sueco incluso y serviría igual.

    ¿Les parece que a mi madre la detiene un libro abierto, aunque sea de tapa dura y con sobrecubierta brillante? No. Y lo demuestra entrando a mí habitación sin golpear y sin pedir permiso.

    —¿Perla?

    —Presente.

    Pasa por alto mi ocurrencia.

    —Escuchá, Perla... —no sabe cómo continuar, pero sigue parada frente a mí, con el delantal manchado de salsa todavía atado a la cintura. Un delantal elegante, con muchos volados, para proteger su vestido azul oscuro. ¿Ya comenté, no, que mi madre siempre está impecable?

    —Decime, mamá —y vuelvo a mirar la página, aunque no sepa ni qué libro es.

    —¿Vamos a la casa de la abuela a tomar una granita?

    No tengo ninguna excusa válida, así que, menos de una hora después, me encuentro en la cocina de la abuela con la tía Bice y mamá.

    Las tres miramos a la abuela que tritura hielo con un anticuado aparato a manivela, ruidoso como un taladro neumático. La tecnología no entra a esta casa.

    Los jarabes de la despensa se remontan a una época pasada, como se nota por las botellas y los sabores: granadina y tamarindo.

    Elijo tamarindo y cambio la opinión que tenía sobre esta cosa marrón y pegajosa: es mucho mejor de lo que esperaba. Tal vez los gustos de los viejos merezcan una drástica reevaluación.

    De cualquier forma, está claro que el propósito de la reunión femenina no es refrescar las entrañas con una zambullida en el pasado. El verdadero orden del día somos lo que crece en mi panza y yo. No tengo escapatoria y la única defensa que me queda es no hablar primero y dejar que sean ellas las que revelan sus intensiones:

    —Entonces, Perla, ¿cómo estás?

    —Bastante bien —respondo, prudente.

    La tía Bice acerca su silla a la mía, pero yo no la miro. Habla con su voz tintineante:

    —No estás pasando un buen momento, ¿no?

    Con el dedo dibujo líneas sobre la condensación del vaso.

Una Delgada Línea Rosa - Annalisa StradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora