A Probar Zapatillas.

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    Ver a Daniel y a Allegra me hacía pensar demasiadas cosas contradictorias, así que me escapé. No tenía ganas de volver a casa. Dar vueltas con la temperatura que hay (la misma que en el desierto de Sahara, calculo) es incómodo, pero es mejor que atrincherarme en mi habitación con la casa vacía, que es como castigarme a mí misma.

    Decidí venir al centro a dar una vuelta: por lo menos acá los negocios no están todos con la persiana baja y la sensación de vació veraniego es menos opresiva que en mi barrio.

    Como soy una persona que se aferra a (demasiadas) rutinas, fui a mi local favorito de calzado. Calzado deportivo, obviamente. El típico local donde se amontonan los locos del ejercicio, los deportistas obsesivos y los fanáticos de la moda que se ponen zapatillas diseñadas por los mejores ingenieros solamente para sentir que están al día. Yo entro en las dos primeras categorías, la tercera me da asco.

    Las puertas corredizas se abren adelante de mí como la tapa de un cofre y una ráfaga violenta de aire acondicionado está a punto de escarchar mi transpiración.

    Como si estuviera en mi casa, me adentro en la sección dedicada a los maniáticos de las carreras. Allí, los últimos modelos me atraen como un imán. Me pruebo un par. Estoy sentada en un banco de plástico frente al espejo bajo, con el pie medio adentro y medio afuera de la zapatilla, cuando se abre la ducha de los pensamientos. Me llueven encima tan de improviso que no alcanzo a esquivarlos.

    Mi pie izquierdo, listo para meterse en la última invención para atletas, me habla de mis sueños; mi pie derecho encerrado en la sandalia me habla de mi realidad. Sostiene una larga discusión de los dos, frente al espejo. Y yo escucho. Si escucho a mis pies es porque la situación es muy grave, ¿no?

    Mi pie izquierdo me recuerda que me gusta correr. Que el calentamiento, el control de la respiración, el entrenamiento fuerte y la elongación relajante son las cosas que más amo en el mundo.

    Mi pie derecho, el de la sandalia, me dice que, dentro de unas pocas semanas, si no me libero del chichón, voy a correr de una silla a la otra con la mano detrás de la cintura, y voy a tener los tobillos hinchados como patas de elefante. ¿Y cuánto tiempo después de haber parido podré volver a correr? O: ¿podré volver a correr algún día?

    Mi pie izquierdo me recuerda que siempre tuve un boletín de oro y que, aparte de correr, lo que mejor me hace sentir es pasar una tarde de silencio total estudiando física y resolviendo los ejercicios de matemática que están al final del libro (o sea, los más difíciles). Aunque no sean de tarea, me desafío a mí misma a resolverlos. Tengo 10 en Matemática. Y 10 en Física también.

    Mi pie derecho insiste en que mis hermanitas, durante los primeros meses, comían una inmensa cantidad de veces al día y empezaban a llorar media hora antes. En un cierto (y horrible) punto, incluso dejaron de alternar entre la siesta y la papilla para empezar a demandar más atención. ¿Cómo se resuelven las ecuaciones con un bebé al cuello?

    Mi pie izquierdo repite que en la pista y en la escuela los resultados se obtienen por mérito.

    Mi pie derecho responde que no fui lo suficientemente atenta en el frente de mi imprevista (y brevísima) vida sexual y que, por lo tanto, tendré resultados, sino castigos.

    Mi pie izquierdo me recuerda que tengo muchas ganas de ir a la universidad para ser geóloga.

    Mi pie derecho me pregunta: "Con un hijo que mantener, ¿vas a poder recorrer los volcanes del mundo como lo venís planeando desde primer grado?".

    Mi pie izquierdo insiste en que mis padres están muy orgullosos de mí.

    Mi desalmado pie derecho me dice que mis padres no estarán muy orgullosos de convertirse en abuelos y de que se agrande la familia.

    Mi pie izquierdo susurra que a César lo conquisté (carcajadas de fondo por la hipérbole) gracias a las cosas que hago bien, pero mi embarazo no planificado le resulta muy poco seductor.

    Mi pie derecho, despiadado, viaja al futuro para regalarme una foto en la que estoy con una nena vestida de rosa y recibo la visita de César que, abrazando a Desy por la cintura, le dice: "¡Menos mal que nosotros fuimos más cuidadosos!", mientras ella se ríe de lo más contenta.

    ¡Es una pesadilla!

    Me saco la zapatilla izquierda de una patada.

    -¿Hay algún problema? -me pregunta la vendedora, que probablemente me está mirando desde hace un rato.

    Me calzo la sandalia en el pie desnudo y me levanto diciéndole:

    -Estoy embarazada.

    La dejo boquiabierta y me voy.

    No fue una gran idea venir al centro.

Una Delgada Línea Rosa - Annalisa StradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora