Una Historia Lacrimógena.

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    El tío David tiene un taller mecánico en la calle De Amicis. Arregla motos solamente. Las motos de cross son su pasión, pero tiene muy buena fama en la recuperación y el mantenimiento de motos antiguas. 

    Nunca antes había conocido a un mecánico. En mi ignorancia, entonces, hasta hace dos años tenía el prejuicio de que los mecánicos eran tipos toscos, con las manos llenas de callos y la ropa sucia por la grasa. Gente que acelera, hace zumbar el motor, piensa en cubiertas y habla poco.

    Después la tía Bice se puso de novia con este hombre alto como un jugador de básquet, con manos largas de dedos huesudos y uñas impecables. Las cicatrices en los nudillos no parecen el resultado de un descuido, sino la marca de aventura. Desde que abrió la boca por primera vez, mis orejas sintonizaron sus relatos como las ventosas se pegan al vidrio. Incluso cuando habla de horquillas, alerones, embragues, lo hace con la gracia de un trovador.

    Lo elegí como confidente esta noche, quizá porque me cae muy bien -y, de todos los novios de la tía, es el que me gustaría seguir viviendo incluso después de que (es inevitable, la tía es así) se separen-, quizá porque es el único que no se deja intimidar por mi madre.

    Pero no tengo ganas de hablar por teléfono. Y tampoco de tomar el transporte público. Entonces, pantalones cortos, zapatillas, vincha de toalla para absorber la transpiración. y salgo a desafiar los calores del verano.

    Cuando llego, está trabajando solo. Por lo general tiene un par de ayudantes, pero deben haberse tomado vacaciones.

    David está inclinado junto a la rueda posterior de un sidecar color magenta, adornado con cromados brillantes.

    Cuando escucha mis pasos y mi respiración se gira inquieto, y entonces me reconoce y sonríe:

    —¡Perla! Qué linda sorpresa.

    Se levanta y mete la herramienta que estaba usando en el bolsillo de adelante. Se limpia las manos en un trapo. Ni siquiera está transpirado.

    —Pasé a saludarte —le anunció, indiferente.

    —Me alegra.

    Se queda con la sonrisa en suspenso y me mira con la cabeza un poco inclinada. Me está analizando como para hacerme una radiografía y yo empiezo a sentir el derrumbe interior.

    —Tenés una cara rara... Y estás más flaca. ¿Estás comiendo? No me digas que se te metió en la cabeza que querés ser modelo.

    Esta noche calculé que me quedaban veintisiete días (el embarazo empieza a contarse desde el último periodo, no desde la concepción... lo descubrí revisando los papeles que estaban entre las órdenes del médico) para cumplir el término de los tres meses, que es el límite legal para el aborto aquí en Italia. El tiempo se acaba y yo ya no tengo interés en los preámbulos largos, así que tiro al blanco:

    —La cara rara es porque algo está leudando dentro de mi panza.

    Arruga la frente.

    —¿Me estás diciendo que necesitas usar el baño?

    Tengo ganas de llorar, pero me sale reír.

    —¡No! No es una cuestión intestinal. Es una cuestión más... ginecológica.

    El tío debe  haber crecido entre mujeres, por lo que se acerca al objetivo pero lo esquiva:

—¿Necesitás una toallita? Quizá Bice haya dejado alguna en el escritorio...

    Me río sacudiendo la cabeza y lo aturdo con algo un  poco más explícito:

    —Tío, ¡estoy embarazada!

Una Delgada Línea Rosa - Annalisa StradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora