Prólogo

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Liam

Diez años

Estúpido perro.

Me había pasado años intentando convencer a mis padres de que me dejasen tener una mascota, pero pensaban que no era lo bastante mayor para cuidar de un animal. Les prometí que era capaz de encargarme de todo, aunque no fuera verdad.

Nadie me contó que los cachorros nunca se callan ni te hacen caso.

Papá decía que era muy parecido a tener un hijo, porque yo tampoco me callaba y nunca hacía caso.

—Pero el amor vale la pena —decía cuando me quejaba porque el nuevo miembro de la familia se portaba mal—. Siempre vale la pena.

—Siempre —repetía mamá.

Lo de «siempre» me sonaba un poco a mentira porque el dichoso perro me sacaba de quicio.

Tendría que estar en la cama, pero quería terminar el cuadro de una puesta de sol en el que había estado trabajando. Mamá me había enseñado una técnica nueva con acuarelas y sabía que, si practicaba hasta tarde, acabaría por dominarla.

Tucker gimoteaba mientras yo intentaba añadir algo de naranja al cuadro. Me empujó la pierna con el hocico y volcó un vaso de agua que lo salpicó todo.

—¡Mierda! —gruñí y fui al baño a por una toalla para limpiar el desastre.

«Perro estúpido».

Cuando volví, Tucker estaba haciendo pis en una esquina de la habitación.

—¡Tucker, no!

Lo agarré por el collar y lo arrastré hasta la puerta de atrás. Me miraba con las orejas gachas.

—¡Venga ya, Tucker! —mascullé mientras intentaba sacarlo para que hiciera sus cosas bajo la lluvia. No se movió ni un milímetro. Aunque era un gran labrador negro, solo tenía cuatro meses; no era más que un bebé. Además, las tormentas le daban miedo.

—¡Sal! —le grité mientras contenía un bostezo, ya que era tarde.

Además, quería acabar el cuadro de la puesta de sol antes de que se hiciera de día para enseñárselo a mamá por la mañana. Se sentiría muy orgullosa de mí.

Un día llegaría a ser tan bueno como ella, ¡si el dichoso perro me dejaba tranquilo! Tucker gimoteó e intentó engancharse a mis piernas desde atrás.

—¡Venga, hombre! ¡Te portas como un bebé!

Intenté sacarlo al patio a empujones, pero no me dejó. Llovía a mares y, cuando un trueno retumbó con fuerza, Tucker me esquivó y salió disparado en dirección al salón.

—Porras —gruñí, me llevé la mano a la cara y lo seguí.

Cuanto más cerca estaba, más nervioso me ponía al escuchar a mamá y papá discutir en el salón.

Últimamente se peleaban mucho, pero cuando me veían llegar, fingían estar felices.

Sin embargo, sé que no lo estaban porque papá ya casi nunca sonreía y mamá siempre se limpiaba las lágrimas de los ojos al verme. A veces, me acercaba a ella y la encontraba llorando tanto que no podía ni hablar. Intentaba ayudarla, pero le costaba respirar.

Papá me explicó que eran ataques de pánico, aunque seguía sin entender por qué los tenía. Papá y yo siempre cuidábamos de ella.

Odiaba cuando mamá estaba tan triste que le costaba respirar. Con el tiempo, aprendí a abrazarla sin hacer nada más hasta que se le pasase el ataque. Después, nos quedábamos sentados y respirábamos juntos.

Notas (ZIAM)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora