Prólogo

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15 de agosto de 2012

Hace apenas unos segundos que las agujas del reloj marcaron medianoche en la mansión de los Trent, donde todos sus habitantes dormían plácidamente.

Cualquier persona que caminara por sus alrededores, se detendría unos segundos para contemplar su delicada arquitectura, propia de un castillo francés, así como el maravilloso jardín, cuidado a la perfección en el que flores de todas las clases y colores formaban una senda perfecta.

Cualquiera se detendría unos segundos, quizás unos minutos para después retomar su camino.

Pero no esa noche.

El sepulcral silencio de todas las habitaciones fue interrumpido por un fuerte golpe, algo rompiéndose, desengranándose.

Las luces siguieron apagadas, aunque empezaron a oírse pasos cada vez más apresurados. Una parte se abrió suavemente, pero con urgencia contenida. Amelie y Daniel Trent entraron en la habitación de su hija, despertándola del profundo sueño en el que estaba sumida.

—Alice, cielo mío—susurró su madre, acariciando su preciosa melena—. Papá y yo vamos a pedirte una cosa, necesitamos que nos escuches atentamente ¿de acuerdo?

La niña los miró alternativamente, asintiendo con la cabeza, pero todavía con la mirada somnolienta.

— ¿Qué ocurre?

—Cariño—musitó su padre acariciando su mejilla—. Queremos que vayas hasta el escondite del que te hemos hablado tantas veces, entres allí durante unos minutos y esperes a que te saquemos.

—Pero... —susurró, pero es interrumpida por un ruido estremecedor—. ¿Qué son esos golpes?

Su madre la levantó de la cama sin responder, agachándose hasta su altura.

— No te preocupes por nada, en cuanto los ruidos pasen, papá y yo iremos a buscarte, pero no se te ocurra salir ¿entendido? —susurró mirándola fijamente, besando su frente con dulzura—. Te quiero, vida mía.

—Alice...— Su padre la estrechó entre sus brazos—. J'taime mon amour.

—Je t'aime —susurró ella mirándolos alternativamente.

Unos instantes después, los tres abandonaron la habitación. Tras mirar a su pequeña una vez más, desaparecieron escaleras abajo tras susurrarle que pronto estarían con ella.

Alice oyó unas voces desconocidas, palabras inteligibles para ella. Se fijó en la pequeña luz roja a la altura de la habitación de sus padres, que era utilizada para emergencias tal y como la habían enseñado. Con una incómoda presión instalada en su pecho, corrió escaleras arriba hacia la tercera planta, donde se encontraba la enorme biblioteca.

Aturdida por los constantes golpes que sonaban sin cesar, tardó unos segundos en reaccionar, hasta que consiguió levantar la enorme alfombra de color marfil. Como las piezas de un puzle, movió una clavija, que tras el primer intento, se abrió dejando ver un pequeño sótano de apenas dos metros.

Alice cerró la puerta, que a su vez estaba maquinada para volver a dejar la alfombra en su sitio para que sea imposible de descubrir para cualquiera que no conozca el lugar.

Todo se volvió oscuro de nuevo, aunque esta vez el sentimiento de placidez anterior se vio aplacado por miedo. El silencio era angustioso, provocado por el encierro insonoro.

Abrazada a su conejito de peluche con el que siempre duerme, Alice miró a un punto fijo en la oscuridad, esperando a que sus padres vayan a buscarla.

Las agujas invisibles del reloj continuaron moviéndose con fingida lentitud.

Hasta que dos fuertes sonidos, uno seguido de otro, llegaron a los oídos de Alice.

Estrechando más a su peluche, esperó pacientemente a que los ruidos desaparecieran, aunque presa de la oscuridad, sus ojos comenzaron a cerrarse de nuevo, sucumbiendo al sueño tras recrear el rostro de sus padres por última vez.

El hilo rojoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora