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—Estoy deseando saber cuál es.

Mi voz se escuchó ronca, pero firme. Ninguno de los dos se percató de que había abierto la puerta, pero en cuanto escucharon mi voz se giraron en el acto. Taylor me miró con los ojos muy abiertos, cierto color de su cara había desaparecido. El rostro de Bane permaneció impasible, aunque atisbé un leve asentimiento por su parte.

—Alice...

—No—le corté, dando un paso hacia adelante—. Estoy cansada de escuchar excusas, y sobre todo, que me digas que lo que me estás ocultando va a destrozarme aún más. Merezco saber la verdad, por mucho que me duela.

No podía decir que estaba preparada para saberlo tampoco. Estaba segura de que me dolería, pero también conseguiría salir adelante.

—Todo lo que hemos intentado ha sido protegerte. Pero creemos que ahora no es el mejor momento.

Me limité a mirarlo durante unos segundos.

— ¿Y cuándo lo es? —pregunté con calma. —. Es sobre mis padres ¿verdad?

No sé por qué tuve la necesidad de preguntarlo. Quizás porque dentro de mí, albergaba una pequeña luz que aquel secreto no tuviese nada que ver con ellos, cuando era perfectamente consciente de que hacía mucho tiempo que estaba apagada.

—Nosotros no somos los correspondientes en contártelo.

Estaba empezando a perder la paciencia.

—Entonces, ¿quién?

—Alice.

Me tensé cuando oí esa voz grave, pero firme al mismo tiempo. James Reed entró en la habitación, tan sigiloso como yo lo había hecho hace unos minutos.

—Ven a mi despacho.

Asentí débilmente. Noté la mano de Taylor en mi hombro. Lo miré antes de salir, y pese a que su rostro mostraba la misma calma que su hijo había heredado de él, pude ver como su mandíbula se contrajo.

—Lo siento.

No supe como tomarme esas palabras, sin contexto alguno. ¿Sentía haberme mentido? ¿Haberme ocultado la verdad?

¿O acaso su disculpa era una anticipo de lo que iba a descubrir?

Salí de la habitación tras los pasos de Reed. Ninguno de los dos dijo nada en los cuatro minutos que tardamos en recorrer el internado para ir a su despacho. Me senté en uno de los sillones acolchados, enfrente de su gran mesa de cedro. En vez de sentarse, Caminó despacio hacia su biblioteca. No dudó en coger uno de los libros, como si supiera exactamente la razón por la que estaba colocado de esa forma. Se sentó en frente de mí, y me mostró la portada. No pude evitar sonreír.

El libro era El principito. Uno de mis preferidos.

Estaba perfectamente cuidado, excepto por el descoloro de sus páginas, signo inconfundible del paso del tiempo. Abrió el libro, y pese a ganar tiempo pasando las páginas, era consciente que lo único que quería era encontrar una.

Me lanzó una rápida mirada tras carraspear su garganta para, finalmente, hablar.

—Me preguntó si las estrellas se iluminan con el fin de que algún día...

—Cada uno pueda encontrar la suya—terminé yo.

Asintió, complacido. Era una de mis frases preferidas del libro. De aquella página, sacó un pequeño papel, y tras unos segundos, se decidió a tendérmelo. En cuando me incliné para cogerlo, pude observar como sus manos temblaban.

El hilo rojoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora