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—Feliz cumpleaños, Alice.

El reloj marcó la medianoche.

Oficialmente tenía 18 años.

Han pasado nueve años desde que llegué a Milton. En ese tiempo he aprendido sobre todo tres cosas fundamentales para sobrevivir aquí.

Nada más soplar las pequeñas velas, mi mente viajó a mi décimo cumpleaños.

El día que aprendí la regla número uno:

Nunca salgas de tu habitación a medianoche.

Los rayos de sol empezaron a colarse por la habitación de las niñas, como cada mañana. Pero no era un día cualquiera, pues era el cumpleaños número diez de Alice.

Despedazándose poco a poco, y con Peanut entre sus brazos, fue abriendo los ojos. Aunque debería ser un día feliz, estaba triste, pues solo podía pensar en cómo solía pasar sus cumpleaños con sus padres. Los primeros meses no fueron buenos. Alice se dormía llorando, se despertaba con los ojos cargados de sueño a causa del insomnio y de las pesadillas que la teletrasportaban a esa noche una y otra vez.

No había vuelto a hablar. Tan solo se comunicaba a través de señas.

El resto de niñas la habían acogido como una más, y la cuidaban como a una hermana pequeña. A veces tenía el impulso de echarse a llorar en frente de ellas, pero siempre conseguía reprimirse y esperar a que las luces se apagasen.

Caminó por el pasillo para ir a sus clases, que pasaron con una lentitud exasperante. Por suerte, Alice estaba tan o más avanzada que el resto de sus compañeras por su elevado promedio, pero aun así era incapaz de responder a algunas de las preguntas que formulaban sus profesores.

A la hora de la comida, se dirigió al gran comedor de madera. Se sorprendió al ver las luces apagadas, pero antes de alcanzar el interruptor, volvieron a encenderse.

— ¡Sorpresa! —gritaron al unísono todos sus compañeros.

Alice se quedó petrificada. No le había contado a nadie que era su cumpleaños. Con una tímida sonrisa, se acercó hasta la mesa para sentarse junto a ellos.

—Feliz cumpleaños, cariño—dijo Mary acariciando su pelo con dulzura.

Sin duda, era de las mujeres más buenas del mundo. Su paciencia y dedicación eran admirables.

Pero su sorpresa fue mayor cuando acabaron de comer, y todos empezaron a cantar cumpleaños feliz mientras Mary se acercaba con una tarta con unas velas. Hasta que no la poso, en la mesa, no se dio cuenta de que se trataba de su favorita: Tarta de cerezas.

Una sonrisa más grande inundo sus labios, y Mary se emocionó por verla tan animada por primera vez. Partieron la tarta para que todos pudieran comer una porción cada uno, hasta que la puerta volvió a abrirse y el director Reed entro un instante después.

—Me ha contado un pajarito que alguien hoy cumple años—dijo sonriente, sentándose junto a ellos en la mesa—. Y justamente, he encontrado lo que parece ser un regalo en mi mesa—contó con fingida sorpresa—. Y pone tu nombre, ¿qué será?

Alice lo cogió, tras hacerle una seña para darle las gracias. Empezó a desenvolverlo con una sonrisa, que se hizo más amplio cuando vio el contenido.

Su libro favorito, Alicia en el país de las maravillas. Pero no se trataba de un libro cualquiera, sino de una edición con preciosos dibujos ilustrados.

Porque si algo adoraba Alice era leer. Desde que llegó a Milton, y descubrió la enorme biblioteca, se pasaba las horas ahí metida, sumergida entre las hojas.

El hilo rojoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora