Capítulo 11: Efectos del tequila.

79 19 0
                                    



22 de marzo, 1986.


Annie Kloss.


Hay veces en las que salgo de la cama y se me ocurre que no lo podré lograr, pero internamente me río por todas las veces que me he sentido de esa forma y lo he logrado.

El principal motivo de pensar que morir sería buena opción, llega cuando el dolor es insoportable. Se intensifica y no para. El dolor siempre está allí, pero otras veces se hace saber en frecuencia. Me acostumbré a él, aunque quisiera no haberlo hecho. Me acostumbré a que todos mis huesos duelan al mismo tiempo, a que a veces pierdo la movilidad por lo mismo, me acostumbré a los analgésicos que no hacen nada más que dormirme. Porque al despertar, vuelvo a la realidad, sigo atrapada en mi enfermedad.

¿Qué ser humano puede vivir con dolor constante? ¿Qué ser humano merece esto?

El dolor sube desde las puntas de mis pies, por mis piernas, se centra en la médula, pero sigue su camino a mis codos, hasta los hombros. Va por mi cuello, maldición, a veces lloro porque el dolor en el cuello es terrible. Y termina en mi cabeza.

El eminente dolor de cabeza que me ciega. Me hace perder el equilibrio, me marea, unas que otras veces llego a desmayarme. Me extraña que mi cerebro no explote cuando el dolor llega, porque sí, siento una presión, como si diez pares de mano envolvieran mi cabeza y la presionaran.

Algunas veces quiero morir, y luego recuerdo que soy suficientemente cobarde con respecto a la muerte como para desearlo. Porque me aterra solo pensarlo.

—¿Quieres tu desayuno ahora?—pregunta mamá, que sirve los panqueques que Max prepara.

—No tengo hambre ahora—musito. Recuesto la espalda del asiento y trato de ignorar el intenso dolor de mi cuerpo.

—Debes comer, ayer también saltaste el desayuno—interfiere ella. Sus manos se posan sobre sus anchas caderas.

—Pero no tengo hambre—alzo levemente la voz.

—Estás pálida, no tienes color.

—Sí, bueno, adivina qué. Estoy muriendo, mamá, y eso son los efectos secundarios.

—Annie—reclama Max, detrás de ella. No vi los resultados de mi mal comentario hasta que los ojos de mi mamá se inundaron de lágrimas. Pero eso es sólo otro efecto secundario de estar muriendo, el malhumor y que todos quieran estar sobre ti no te hace recapacitar sobre las cosas desagradables que salen de tu boca. Aun así veas llorar a tu mamá.

—Sólo quiero que comas, no debes decir esas cosas tan espantosas.

—Disculpa porque la realidad sea espantosa, pero debes salir de esa burbuja. El tiempo se agota, mamá, hagas lo que hagas sabes cual es mi destino y nada de eso cambiará. Estoy atosigada, me siento atosigada.—no pasó mucho para que yo también estuviese envuelta en un sollozo, con mi nariz congestionada y labios temblando—Me ahogas, y yo sé que te preocupas, que me quieres y que también te duele, lo sé muy bien. Pero detente, sólo quiero respirar y no me dejas hacerlo. Sólo quiero vivir a mi manera hasta que acabe, sin dolores de cabeza, sin tener que preocuparme si desayuno o no, porque al final del día, ya no tendrá importancia. Al final del día no tendrá importancia el que tome treinta vitaminas diferentes diarias, ni los chequeos, ni buenas comidas, ni ejercicios ni terapias y ni siquiera los analgésicos. Porque ahí sigue, y nunca acabará hasta que decida acabarme a mí. Y por eso, todo esto importa menos.

Yo había estallado, y se lo hice saber a mi madre. Cada día trato de mantener la típica sonrisa alargada y destruida para ella y asentir a todo lo que me diga, o me pida hacer. Complacerla. Pero estoy cansada de hacer que estoy bien para complacer a las demás personas, es un peso que ya no puedo llevar.

ATOMDonde viven las historias. Descúbrelo ahora