Parte 1: ¿Qué clase de lugar es este?

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Risas un tanto exageradas y voces guturales, que hacían eco en los angostos pasillos de aquel funesto y gris Recinto, lo despertaron. ¿Qué hacía allí? Aún estaba aturdido cuando abrió los ojos. Vestía una camisilla blanca algo sucia y una sudadera de algodón gris. Escrutó el lugar donde se hallaba: un cuarto de cuatro por cuatro metros, aproximadamente. Las paredes, forjadas en adobes grises sin pintar, destilaban humedad y putrefacción, melancolía, angustia. La enorme puerta metálica tenía una pequeña ventanilla, más bien un resquicio, con tan solo el espacio preciso para los ojos, que daba al pasillo. La única ventana de aquel cuarto, conectada con el exterior, estaba ubicada demasiado alta; ni siquiera parándose en la cama, el único mueble que había allí, y saltando, podría, por lo menos, alcanzar a ver por un segundo el firmamento. Aunque no sentía urgencia de evacuación, notó que aquella habitación carecía de baño; lo único que se asemejaba a uno era un balde plástico de color azul, roído por el moho. El hedor aturdía. El bullicio apestaba. Llegaban voces, risas, gritos, estruendos como si golpearan las paredes. Intentó mover sus piernas, pero las sintió demasiado lánguidas; de modo que, con la poca fuerza que conservaba, rodó fuera de la cama y cayó al suelo bocabajo. No sintió el golpe en el mentón. Sin embargo, notó que corría un poco de sangre en el suelo. ¿Cuánto tiempo había estado dormido? Las ideas nubladas, los recuerdos difusos. Escuchó la enorme puerta abrirse y dirigió su mirada a ella. Una señora de cuerpo voluminoso, vestida con un uniforme totalmente gris, bastante ajustado, cuya tonalidad se confundía con las paredes, entró cargando una bandeja metálica sobre la cual había una especie de caldo, arroz y una cuchara.

—¡Por Dios, joven! ¿Por qué estás fuera de su cama? —exclamó la que parecía ser una enfermera, vestida de una forma inusual, a la vez que dejaba la bandeja en el suelo y se acercaba a Pablo para levantarlo y postrarlo de nuevo en su cama.

Pablo intentó hablar, pero parecía que se hubiese quedado sin cuerdas vocales. La voz no salía, su lengua no se movía. Abrió la boca un par de centímetros.

—No hagas esfuerzo, señorito. Todavía estás algo débil por los medicamentos que se le administraron —dijo la señora de cuerpo enorme—. Te aplicaré algo que te hará recobrar un poco tus fuerzas.

La presunta enfermera sacó una jeringa, una aguja hipodérmica y un diminuto recipiente del bolsillo derecho de su enorme pantalón. Abrió el recipiente, sumergió la aguja y llenó la jeringa con un líquido transparente. Tomó con fuerza el brazo derecho de Pablo y lo estiró, sin que él mostrara ni un amago de resistencia, limitándose a ser testigo de la acción. Introdujo la jeringa en la vena, vació todo el líquido y extrajo la aguja. Con la mugrienta y sudada sábana le limpió la pequeña herida del mentón.

—No duele, ¿verdad? —preguntó la enfermera—. En cuestión de segundos podrás mover los brazos y piernas con mayor facilidad. Mientras tanto, déjame darte la comida —convino luego.

La miré débilmente y sentí que ya podía mover la boca con mayor facilidad. La calma seguía atrofiada. No hallaba tranquilidad, serenidad, sosiego, ni nada por el estilo. Estaba anonadado por completo. La aparente enfermera me asió las piernas y las puso fuera de la cama. Luego, agarrándome del torso, me levantó, para que quedara sentado en el borde del lecho. Agarró la bandeja del suelo y después de sentarse junto a mí, la puso sobre su regazo. Mezcló el arroz con la sopa y empezó a darme pequeñas cucharadas. Yo me limitaba a masticar parsimoniosamente y a tragar. No había sabor alguno. En mi interior sentía una mezcla de hambre y angustia, por lo cual me limité a recibir e ingerir la comida lentamente. De haber podido, me hubiese mostrado elusivo. Pero, por una parte, las necesidades fisiológicas apremiaban, y, por otra, ella fácilmente pudo haberme embutido el plato completo. Una vez terminada la sopa, la señora del espantoso traje gris se levantó con la bandeja en sus manos.

—Me gusta eso de que siempre comes sin poner problema. Solo tú y otro paciente son tan accesibles —afirmó la aparente enfermera—. Por cierto, hoy tendrás una visita especial, no debe tardar en llegar —dijo después, mirando el reloj de su muñeca izquierda, antes de irse y cerrar la puerta.

Pablo comenzó a desesperarse. No obstante, muy poco, o casi nada, podía hacer en ese momento para salir de allí o, por lo menos, para objetar su estadía dentro de aquella habitación. ¿Cómo había terminado allí? Intentó, sin suerte, volver sus pasos mentalmente. Había un gran vacío en su memoria. Oscuridad, bruma. ¡Un momento! ¿Cómo así que recibo la comida sin problemas?, se preguntó, sintiéndose más afligido que nunca. ¿Cuántos días llevaba allí encerrado? Lo último que recordaba eran las caras sonrientes de dos chicas y su amigo más cercano, con quienes había ingerido cantidades exorbitantes de aguardiente, en un bar ubicado en la zona rosa de la ciudad. ¿Al menos aquel lugar, donde ahora se hallaba enclaustrado, estaba ubicado dentro de la ciudad? El sonido de la puerta abriéndose nuevamente interrumpió sus pensamientos. Remembranzas dilapidadas, en fosas comunes sepultadas. Vio a la enorme enfermera de uniforme gris entrar arrastrando una silla de ruedas vacía.

—Esta es por si aún no puedes mover bien las piernas —explicó la enfermera.

Pablo abrió su boca, pero no logró articular palabra ni emitir sonido alguno.

—No te esfuerces; pronto podrás hablar normalmente —aconsejó la enorme señora del uniforme gris.

La enfermera me tomó por la cintura, me alzó cual muñeco de paja y me incrustó en la silla de ruedas. Me dejó en el pasillo mientras hacía la cama. Divisé el terreno; daba miedo. No se alcanzaba a dilucidar el final del pasillo, debido a la iluminación tan exánime e intermitente. La enfermera salió, cerró la gran puerta y echó llave. Guardó su manojo en uno de los bolsillos. Calculé que en aquel manojo debían de haber por lo menos cincuenta llaves diferentes. Recorrimos un largo pasillo, cuya única iluminación consistía en lámparas colgadas del techo, que emitían una débil luz incandescente, ubicadas, aproximadamente, a ocho metros de distancia cada una de la otra. Había decenas de puertas a lado y lado del pasillo. Yo aguardaba por la intromisión de algún personaje que emergiera de aquellos portones. Supuse que eran otras habitaciones albergando a desfavorecidos, o alelados o neuróticos o engañados. No pude confirmarlo, pues nadie se asomaba por la pequeña abertura que tenían las puertas a la altura dela cabeza de alguien erguido. Además, dominaba un aparente e inquietante silencio, teniendo en cuenta que hacía unos minutos la aglomeración de ruidos era abrumadora. Quise volver a escuchar las risotadas, o, tan siquiera, la voz de la voluminosa enfermera.

Renunciar a la corduraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora