Parte 3: ¡Cuántas dudas! Y ni una sola respuesta

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Desperté sudando y revolcándome en la cama. Como en el último sueño que tuve, aún me preguntaba qué habría querido decir mi madre en el momento de la despedida. ¿Una vida sin ella? Jamás había dicho, ni siquiera había pensado tal cosa. Sentí que ahora podía mover las piernas y los brazos con mayor normalidad. Un avance es un avance. Me incorporé y me acerqué a la ventanilla —si es que podemos llamarla así— de la puerta, en aras de intentar ver algo; pero el rango de visión a través de aquella pequeña abertura era tan mínimo, que solo podía ver la puerta del frente. Oscuridad, bruma. Silencio, quietud; inquietante quietud, indeseable quietud, ¡no más quietud! Minutos después, escuché que alguien conversaba en la habitación contigua, sin recibir respuestas de un interlocutor. Quien estuviese allí encerrado hacía preguntas y comentarios y relataba anécdotas; sin embargo, nadie retroalimentaba su conversación. A lo lejos, se escuchaba un leve sollozo y, más lejos aún, unos gritos desesperados, desgarradores, dolorosos. Oí que alguien venía caminando por el pasillo en dirección a mi cuarto. Pensé que tal vez se trataba de la enfermera de la última vez, así que regresé a la cama para fingir estar dormido. Escuché abrir la puerta y entreabrí los ojos, de manera que resultara imposible, para que quien iba a entrar, percatarse de que yo lo estaba viendo. Esta vez se trataba de un hombre demasiado raquítico; parecía escaso de proteína y con el sueño trastornado. Ojeroso, de cachetes hendidos. Piel elástica, caída, pálida. Vestía ese uniforme descolorido que me generaba una terrible sensación de destemplanza. El hombre dejó la puerta a medio cerrar y puso la bandeja con sopa y arroz en el suelo. «Ahora es cuando», pensé. Vi que el hombre se acercaba despacio, con intención de despertarme. Empuñé la mano derecha y, una vez el sujeto estuvo lo suficientemente cerca, conecté un puño en su nariz. Soltó un quejido de dolor, casi lloriqueando. Me incorporé con rapidez y encajé tres golpes seguidos en las costillas de aquel hombre indefenso, que se arrodilló tomándose el torso con ambas manos. Quebré, con furia, los platos de sopa y arroz contra la pared, y, con la bandeja metálica, conecté, con todas las fuerzas que tenía en aquel momento, un trastazo en la cabeza del individuo. Lo esculqué en busca del manojo, pero aquel hombre solo tenía tres llaves individuales en su bolsillo. Una debía de ser la de la puerta que conducía a la sala donde ayer estaba mi madre. Salí del cuarto y eché a correr por el pasillo, en busca de aquella puerta. Corría y corría, dejando haces de luz amarilla y puertas tras de mí. No recordaba que el pasillo fuera tan extenso. Me detuve, exhausto, frente a una puerta aún más imponente que las de las habitaciones. Traté con la primera llave, pero no giraba. La segunda ni siquiera entraba en la cerradura. Cuando estaba a punto de probar con la tercera, escuché al hombre corriendo tras de mí por el pasillo y pidiendo refuerzos. Una alarma escandalosa resonaba por todo el lugar, agazapando mis energías en un cúmulo de ansiedad. Inserté la tercera llave y, antes de girar, abrieron el portón desde el otro lado. Iba a emprender una huida, sin importar quien se impusiera en el camino. Me topé con dos hombres corpulentos, demasiado altos y de piel muy pálida, vestidos de gris, al igual que el escuálido tipo al que dejé maltrecho y quien había alertado a los demás sobre mi intento de fuga. Parecía que allí todos necesitaban una buena bronceada, incluso yo; en especial yo. Ese par de corpulentos mastodontes eran el tipo de hombres con los que nadie quisiera toparse en un callejón oscuro o en medio de una pelea causada por exceso de licor o por nimiedades, ofensas insulsas, malentendidos insignificantes. Me retuvieron agarrándome fuertemente de ambos brazos, mientras yo, sin darme cuenta de que tenía mi voz de vuelta, gritaba, desesperado, clamando auxilio. La enorme enfermera llegó empujando una camilla lo más rápido que pudo correr. Entre los dos sujetos robustos se las arreglaron para acostarme y atarme, al tiempo que yo, a duras penas, lograba chapalear. El famélico enfermero, a quien había dado una pequeña paliza, llegó agitado, sosteniendo una jeringa en su mano derecha. Se la entregó a la enfermera y ella la introdujo en mi brazo izquierdo.

—Te vas a quedar sin voz otra vez, si sigues gritando —dijo la enfermera, con voz suave y un tono conciliador.

—Este joven casi me mata con una bandeja —se quejó el pequeño hombre, tomándose la cabeza.

—Habrá que utilizar bandejas de plástico, entonces —concluyó la enfermera.

Fui debilitándome de a poco, a causa del excesivo esfuerzo que implementé en el intento de liberarme de aquellos fornidos e invencibles brazos y la sustancia administrada vía intravenosa.

Renunciar a la corduraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora