Llegado el momento de las visitas, Astrid arribó por Pablo a la habitación y lo condujo hasta la sala, convencida de que él no intentaría nada. Pablo entró en la enorme sala con los ojos entreabiertos, a fin de que el exceso de luz no lo cegara esta vez. Fue abriendo de poco los párpados. Paseó su mirada por el espacio. Entre tanta gente esperando por ver a sus familiares y cercanos, la reconoció con facilidad. Allí estaba Nora, su querida madre, aguardando sentada en una de las mesas, ubicada en una esquina lejana. Se acercó casi corriendo y la abrazó lo más fuerte que pudo. Esta vez no hubo tendencia al llanto, más bien una alegría inmensurable. La calma se manifestaba en visitas de su madre. Un verdadero respiro, un alivio efectivo, no como aquel jardín, donde el gris vencía al verde con facilidad. Esta vez Nora traía un mejor semblante; estaba maquillada con más detalle y llevaba su cabello recién tinturado. No obstante, Pablo seguía viéndola más vieja de lo que guardaba en su memoria antes de entrar allí. No le dio mucha importancia a este aspecto y se mostró emocionado.
—¿Cómo van las cosas aquí? —preguntó Nora.
—Mucho mejor que antes, madre. Espero salir pronto.
—¿Salir?
—Sí, salir. ¿Por qué te sorprende?
—Pensé que no querías volver al mundo exterior —comentó Nora.
—Nunca he dicho eso.
—Si tú lo dices
—¿Y tú cómo vas, madre?
—Pues, se puede decir que bien. Todo marchando. Cambié de carro, por uno más económico y que consume menos gasolina. Vendí varias prendas que ya no usaba y estoy pensando en mudarme a un lugar más central de la ciudad, donde el arriendo sea mucho más barato y todo me quede a la mano.
—Eso sí que es un cambio —comentó Pablo, bastante sorprendido.
—Te extraño, hijo —dejó caer su madre, mostrándose un tanto melancólica.
—Y yo a ti, madre.
—No sabes cómo quisiera que todo hubiese sido diferente. Definitivamente, a ser buena madre se aprende en el proceso. Ustedes deberían venir con instrucciones desde la placenta.
—Creo que es más difícil aprender a ser buen hijo.
—Me acuerdo de la vez que estuviste seis días por fuera, sin avisar —empezó a contar Nora—. Desde el cuarto día, empecé a llamarte como loca, pero se iba a buzón de mensajes. Fue la primera vez que creí perderte. Luego apareciste un viernes, descaradamente borracho, diciendo que estabas en una finca con tu novia y yo sabía que no tenías novia. Me guardé la furia y la preocupación, para no indisponerte al día siguiente. Después no vi necesario reprenderte. Me bastó con saberte sano y salvo. Estuve a poco de acudir a la morgue y preguntar tu nombre.
Se miraron, derrotados por las circunstancias. Pablo tomó la mano de su madre y la besó. Sintió como las lágrimas resbalaban por sus pómulos y vio que el rostro de ella también se había humedecido.
—Lamento interrumpir, pero se acabó el tiempo de visitas —dijo Astrid.
—Espero verte aquí en la próxima —dijo Pablo, antes de abrazar a su madre.
—Aquí estaré —aseguró Nora.
Volvió a su habitación, cabizbajo. Más que alegrarlo, la visita de su madre lo había dejado maltrecho y acongojado y meditabundo y apesadumbrado y con más ganas que nunca de huir de allí; un deseo febril, obsesivo, beligerante, emergía de las entrañas, incontenible. ¿Habría forma de salir por las buenas? Astrid no parecía escuchar razones. Tal vez dialogando con Lucrecio se llegaría a un arreglo que beneficiase a ambas partes. No tenía nada que perder y todo por ganar.
Aquella noche, sentado en el suelo, recostando su espalda contra la puerta, se imaginó la conversación con Lucrecio y la reprodujo en voz alta.
—¡Vaya plan! —interrumpió su monólogo un hombre que se alojaba en una habitación diagonal a la de Pablo.
Pablo se levantó y, poniendo sus labios en la reducida abertura de la puerta, dijo:
—Al menos tengo un plan para salir. Usted sigue aquí encerrado y quién sabe cuánto llevará así.
—Como todos, estoy acá por gusto, señor.
—Eso le han hecho creer, pero no se fíe usted de aquella premisa —precisó Pablo, creyendo que sus palabras taladrarían en el inconsciente del enigmático detractor.
No hubo respuesta del sujeto. Pablo se acostó, se arropó con la sábana y, repitiendo las últimas palabras de su madre en voz alta, fue quedándose dormido
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Renunciar a la cordura
Misterio / SuspensoPablo, un joven que confunde el libre albedrío con llevar una vida de fiestas y excesos, se despierta en una habitación de lo que parece ser un hospital mental, al cual todos los internos y empleados se refieren como El Recinto. Sin recordar cómo te...