Parte 5: Bienvenido al jardín

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Para asegurarme de no perder nuevamente la capacidad de hablar, interpretaba monólogos toda la mañana y parloteaba a solas un par de horas antes de dormir. El hecho de hablar conmigo mismo me ayudaba ignorar la cantidad de sonidos que se escuchaban en el corredor, provenientes de otras habitaciones, y, a su vez, me aseguraba de que estaría en condiciones de soltar todo lo que había planeado decir, la próxima vez que mi madre viniera de visita.

—¿Quiere salir hoy al jardín? —preguntó la voz de Lucrecio, al otro lado de la puerta.

—Por supuesto —respondí, y me incorporé de inmediato—, necesito aire fresco; si no, voy a enloquecerme aquí encerrado.

Busqué las pantuflas deterioradas que permanecían bajo la cama, las calcé y me puse frente a la puerta a esperar que Lucrecio abriera.

—Sígame. Y cuidado con cualquier intento de escape —advirtió Lucrecio.

—No se preocupe, no me quedaron ganas de forcejear con ese par de gorilas —respondí.

—Y hay muchos más gorilas en El Recinto. La única función de esos tipos es la de inmovilizar a los malcriados y revoltosos, para poderlos sedar. Además de evitar que alguien se escape, claro está.

—Pude notarlo.

El camino al jardín era en el sentido contrario del que conducía a la sala. Veía cómo otros enfermeros abrían las puertas de algunas habitaciones, permitiendo la salida de los internos, con el fin de que descansaran sus mentes y su vista de tanto gris. La puerta que conectaba el pasillo con el jardín estaba abierta de par en par. Sin embargo, había otros dos gorilas, como me gustaba llamarlos, apostados a cada lado de la entrada. Salimos por fin al jardín, que, más bien, era como entrar en otra sección de El Recinto. El aclamado jardín consistía en una vasta zona verde de forma cuadrangular, encerrada por cuatro corredores techados y atravesada por senderos de cemento, que serpenteaban de un extremo a otro. Había bancas de madera y sillas y mesas plásticas con juegos de mesa sobre ellas —ajedrez, parqués, dominó y naipes—, un par de árboles no lo suficientemente altos como para escaparse por el techo de algún corredor y una fuente sin agua en todo el centro. Cantidades de helechos y matorrales se erguían aquí y allá, inútiles.

—Adelante, el espacio es todo suyo. Socialice con quien quiera —invitó Lucrecio.

—¿Y usted qué hará?

—Volver a la sala a tomarme un café. La verdad, este lugar me da más escalofrío que cualquier otra instalación del lugar.

Empecé a pasearme por el lugar y a familiarizarme con las caras de mis nuevos vecinos. Primero, vi a un hombre de mediana edad, con parches de calvicie en su cabeza; daba la impresión de que se hubiese arrancado el pelo en aquellas zonas. El hombre miraba las palmas de sus manos fijamente, mientras les contaba historias sobre su infancia en el campo. Me dio la impresión de que aquel hombre estaba atrapado en el tiempo y no concebía el hecho de haber envejecido. Más adelante, vi a una mujer, ya en sus últimos años de vida, de pelo muy blanco y la piel caída y roída por el paso de los años, oscilando de atrás hacia adelante en una silla mecedora, mientras hacía un gesto de saludo con su mano, mirando al vacío. Luego vi a cuatros hombres que apostaban sus pantuflas jugando cartas. Después avisté a una chica de piel demasiado blanca y cabello muy negro, cortado a la altura de las orejas, ensimismada, totalmente ausente, sentada en una silla de ruedas, con ambas manos sobre el regazo; me pareció un poco más joven que yo. A todos los pacientes los vestían igual que a mí: una camisilla blanca y una sudadera gris con pantuflas deshilachadas (En Colombia, una sudadera es un pantalón deportivo o tipo pijama de algodón o tela impermeable). Deduje que el lugar estaba ubicado en tierra caliente, ya que ni en la noche se sentía frío. Cansado de averiguar qué clase de vecinos tenía, opté por sentarme en un borde de la fuente y mirar hacia el cielo, que estaba totalmente despejado; ni un atisbo de mal clima presagiaba aquella imagen color azul infinito. Paseé la mirada alrededor del extenso lugar y advertí la presencia de un hombre joven, que parecía ser apenas un par de años mayor que yo, sentado frente a un tablero de ajedrez. No había movido ni una ficha. Me acerqué a donde estaba el hombre y, señalando la silla frente a este, pregunté:

—¿Le molesta si me siento?

—Adelante —concedió él.

Aquel tipo lucía unas patillas voluminosas, unas cejas demasiado pobladas y una larga cabellera color castaño. Tenía su cara rigurosamente afeitada y en su mirada no se notaba ni un ápice de desquicio.

—Parece usted el único cuerdo de este lugar —comentó Pablo.

—Aquí hay más genios de lo que usted imagina, señor...

—Pablo, pero nada de señor. Simplemente Pablo.

—Mucho gusto. Mi nombre es Fabio. Para servirle.

—Acá todos son serviciales de palabra.

—Pues notará, si se presenta el momento, que yo puedo ser la excepción.

El hombre me invitó a jugar una partida, pero yo sabía de ajedrez tanto como sabía de cálculo diferencial; así que él se ofreció a enseñarme.

Renunciar a la corduraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora