Despierto en la habitación sin sentir las piernas ni los brazos. Pero, al emitir algunas palabras al azar, me alivia saber que no he perdido la capacidad de habla. ¿Qué habrá sido de Fabio?, pienso. ¿Iré a prisión por asesinar a aquel sujeto de proporciones descomunales? Después de meditarlo un momento, decido que es mejor la prisión que aquel lugar. De una u otra forma, podría trabajar para rebajar la condena, y el buen comportamiento y la carencia de antecedentes también ayudarían. Escucho la cerradura de la puerta. Se abre lentamente. Astrid, oronda y a paso fuerte, entra alardeando una sonrisa que ocupa un tercio de su voluminoso rostro.
—Deje la risa, remedo de enfermera, y dígame, ¿qué va a pasar conmigo? —digo, alzando la voz lo que más puedo.
La enfermera se limita a mirarme y a no dejar de sonreír. Un par de minutos después, entran Lucrecio, que luce un gran morado en su pómulo derecho —es posible que la enfermera lo hubiese golpeado porque, tal vez, sí quería que yo huyera—, y Fabio, que viste una camisa blanca bajo un chaleco negro, un pantalón y zapatos finamente lustrados, del mismo color.
—Fabio, me alegra que haya logrado salir.
—Ningún salir, Pablo —dice Fabio, acercándose a la cama.
Fabio se sienta en el borde, cerca de mi cabeza
—No entiendo —manifiesto.
—No hay mucho que entender.
Fabio, con su mano, indica a la enfermera y a Lucrecio que salgan de la habitación.
—Verá, no presentaremos cargos por homicidio, así que no irá usted a la cárcel —empieza a decir Fabio—. Pero deberá permanecer acá hasta que estemos seguros de que no representa peligro; y eso podía tardar años y años de terapia.
—¡Jamás! Prefiero la prisión. Interponga la denuncia en mi contra cuanto antes.
—No está usted en condiciones de dar órdenes, Pablo.
—¡Ya no quiero esto para mí!
«No quiero esto para mí», estas palabras recién expelidas suscitan, en mi interior, el rostro de Fabio en la fiesta de aquella noche. Llega a mi mente la imagen de él pidiéndome que le vendiera un poco de cocaína. Después veo a Fabio en mis recuerdos inmediatos, entrometiéndose en la conversación con mi mejor amigo. Daniel pudo evitarme todo esto, pienso, lamentándome internamente.
—Era usted —digo, como hablando para mí mismo.
—¿Perdón? —pregunta Fabio.
—Fue usted. Usted me trajo a este lugar en la camioneta negra.
—Pensé que nunca lo recordaría.
—¿Por qué lo hizo?
—Verá, Pablo, aquí llega quien renuncia a su cordura. Yo simplemente me encargo de ayudarles a llegar —sentencia Fabio.
Fijo mi mirada en el techo, antes de tornarme completamente perplejo. Me pregunto qué tan perturbado tiene que estar alguien para conducir personas hasta este sitio y recluirlas aquí el mayor tiempo posible, hasta el punto de brindarles la muerte cuando, víctimas de la desesperación o la monotonía letárgica, no hallen otra salida. Llegar al punto de fingir ser un paciente, un preso más, valiéndose de artimañas y argucias; involucrando a personas del exterior, con el objetivo de que finjan visitarlo; urdiendo planes para sentenciar a sus pacientes predilectos a un confinamiento indefinido.
Fabio se levanta y se dirige a la puerta. Antes de salir, me mira, mira a su interno predilecto, quien yace casi complemente ausente de sí. Manifiesta una expresión de lástima. Sale sin volver la mirada una vez más. Cierro los ojos. La conmoción se posa sobre mi pecho, dejándome amodorrado, aletargado, incrédulo. Me voy quedando dormido, con el rostro de mi madre en la mente.
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Renunciar a la cordura
Mistério / SuspensePablo, un joven que confunde el libre albedrío con llevar una vida de fiestas y excesos, se despierta en una habitación de lo que parece ser un hospital mental, al cual todos los internos y empleados se refieren como El Recinto. Sin recordar cómo te...