Después de dos semanas sin recibir visitas, Pablo estaba leyendo su tercer libro desde que estaba allí. En este caso, se sumergía en el mundo de El Castillo, de Franz Kafka. Curiosamente, cada vez sentía que la habitación se hacía más estrecha y percibía el techo más bajo; sin embargo, la ventana que conectaba con el exterior conservaba su distancia. Intuyó que debía tratarse de su sobriedad; era posible que los medicamentos le causaran la impresión de estar en algo así como una suite grisácea de amplitud impensada.
Sonó la cerradura de la puerta e intuyó que era hora del almuerzo. Guardó, afanoso, el libro dentro de la funda de la almohada, la ubicó al rincón de la cama y se sentó en el borde, haciendo gestos semejantes a un bostezo incipiente y estirando sus brazos, como si acabara de despertarse. Astrid entró mascando chicle e interpretando una actitud oronda, bastante altiva.
—Hoy tendrán visita antes de salir al jardín —dijo Astrid—. Así que póngase las pantuflas, que su madre debe de estar esperando en la sala.
Al escuchar esto, a Pablo se le vigorizaron las facciones del rostro. En un abrir y cerrar de ojos, ya estaba calzando las pantuflas, parado en frente de Astrid, que lo miraba con desdén. La actitud de Astrid había cambiado, o, más bien, había dejado de fingir gentileza. Quizá ya no tenía razones para que Pablo percibiese un poco de confort en aquel lugar.
Mientras recorrían el pasillo, Pablo intentaba rememorar todo lo que sucedió antes de llegar a El Recinto. Ya recordaba algunos sucesos, pero sobre aquello de que había entrado en la sala de visitas, gritando que quería cambiar de vida, no tenía ni una corta imagen en su mente. Al fin y al cabo, ya sabía que había entrado por voluntad propia, aunque no hubiese estado muy lúcido en el momento de firmar su sentencia. Sin embargo, el dilema, ahora, era cómo huir lo más pronto posible de aquel lugar, que cada día lo absorbía más y le arrebata la sensatez casi sin darse cuenta del deterioro paulatino y progresivo. ¿Quién era aquel joven de la camioneta que lo condujo a El Recinto?, intentaba traer su rostro a la memoria, mas lo veía borroso, como si se hubiese esfumado aquella cara del baúl de sus recuerdos, o como si alguien hubiese escamoteado la llave de este, para que Pablo no pudiera acceder a aquellas memorias. Entró en la sala y vio a su madre allí, sentada, aparentemente apacible. Nora asomó una sonrisa cuando lo vio acercarse, mientras él retenía las ganas de estrangularla con un abrazo que ofrecería disculpas y daría cuenta de su arrepentimiento. Pablo se sentó enfrente y ambos se miraron una decena de segundos antes de iniciar la conversación.
—Tienes un mejor semblante, madre —dejó caer Pablo—. Parece que las cosas están mejorando en tu vida.
—Eso y el hecho de que te veo después de tres semanas.
—Y pronto me verás todos los días.
—¿Objetarás? —preguntó Nora, intrigada.
—Sí, pero parece que no tienen muy en cuenta mi palabra. Me toman por loco, así que no queda de otra: me escaparé apenas tenga idea de cómo voy a hacerlo.
—Es un tanto arriesgado. Hablaría yo con ellos, pero lo he intentado unas cuatro veces desde que estás aquí e insisten en que la decisión es solo tuya. Es muy confuso todo esto.
—Hay algo que no acaba de encajar en todo esto, pero sea lo que sea, no me importa. Voy a salir —aseguró Pablo—. Ahora, ¿cuéntame cómo supiste que estaba acá, si cuando te llamé a inculparte no te dije dónde me encontraba? —inquirió después.
—Regresé la llamada segundos después y me contestó la enfermera que está a la cabeza de este lugar. Al llegar aquí, me explicó todo el proceso al que te someterías y me dijo que podía visitarte los martes de diez de la mañana a doce del mediodía.
—Aquí no cambias de vida, te la cambian.
—Lo supe desde la primera vez que intenté hacer que te dejaran libre.
—No recuerdo haber estado tanto tiempo acá. Desde la primera noche que me desperté, me han hecho creer que llevo más tiempo del que recuerdo aquí, enclaustrado.
—Imposible. Yo vine a visitarte dos días después de que llegaras. Fue aquella vez que estabas en silla de ruedas y no quisiste hablarme.
—No podía hablar.
—O sea que ese desgarbado remedo de enfermero me mintió —dijo Nora, con un amago de furia.
—¿Te refieres a Lucrecio?
—Supongo.
—Es un buen hombre; solo está un poco absorbido por este lugar, como creo estarlo yo ahora. De seguro, esa fangosa de Astrid lo obligó a omitir verdades.
—Sea lo que sea que tengas pensado, te apoyo y te espero en casa.
—Ahí estaré.
—Espera —atajó Nora.
Después sacó de su bolso el papel que Hilda le había dado, no sin antes verificar que nadie estuviese observándolos, y se lo entregó.
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Renunciar a la cordura
Misterio / SuspensoPablo, un joven que confunde el libre albedrío con llevar una vida de fiestas y excesos, se despierta en una habitación de lo que parece ser un hospital mental, al cual todos los internos y empleados se refieren como El Recinto. Sin recordar cómo te...