Fuera de aquel Recinto, Pablo llevaba una vida de excesos. Excesos costeados por su madre, pues él aún no trabajaba. A sus veintisiete años, estaba sacando adelante una carrera de Periodismo, aunque no mostraba mucho interés en estudiar, al menos no eso; no obstante, tenía un buen desempeño, pese a tal desinterés predominante y la abulia ocasional. De cualquier forma, había sido él quien había escogido dicha carrera, por lo tanto, sentía el deber de terminarla. Después buscaría un empleo y dejaría de vivir como rémora, a costas de su madre. Eso aseguraba con ferviente gesto de firmeza y convicción; tras este, un interior repleto de dudas. Él y su madre vivían juntos en una buena zona de la ciudad plagada de urbanizaciones y centros comerciales; progreso traducido en cemento y comercio, que lindaba con barrios donde la violencia estaba a la orden del día y la hostilidad delimitaba territorios e imponía leyes de fuego y sangre.
Nora, la madre de Pablo, era una compradora compulsiva. Padecía de un abismal apego a las fruslerías. Llegaba a casa con cosas que ninguno de los dos necesitaba, solo porque le habían parecido agraciadas o llamativas. Tenía el enorme closet de su habitación atiborrado de acaparamiento; atestado de ropa que nunca usaba, pero que tampoco estaba dispuesta a vender, ni mucho menos a donar. Andaba en un Mazda gris último modelo, sin el cual no salía ni al mini mercado que quedaba a escasas tres cuadras de la urbanización donde vivían. No solo autorizado, sino también alcahueteado por su madre, Pablo bebía de jueves a domingo. De sábado a domingo, no le faltaba una fiesta pesada, desgastante, dispensadora de vejez prematura y trastornos que fraguaban silenciosa y lentamente. La locación variaba con frecuencia; una finca, algún apartamento ajeno o una discoteca, donde sonaba música electrónica toda la noche y toda la mañana. La inverecundia se paseaba por su vida, llevando en manos las riendas de sus cabales, falseando ambiciones y discurriendo sus días hacia un sinfín de placeres finitos. Él y sus amigos gastaban cientos de miles de pesos en licor y drogas sintéticas, tenían sexo con personas que apenas conocían y hasta hacían orgías cuando el efecto del éxtasis, mezclado con ácidos, metanfetaminas y licor, los desinhibía completamente.
Pablo llegaba a casa los domingos en la noche hecho un zombi y, después de fumarse un porro completo, caía profundamente. Por lo general, dormía hasta las tres o cuatro de la tarde del lunes; por eso nunca tomaba clases lunes ni martes; «para pasar la resaca», decía. Su madre nunca lo veía haciendo trabajos ni leyendo documento alguno; sin embargo, se abstenía de intervenir en la vida desmesuradamente fiestera de su hijo. Aseguraba que mientras estuviera estudiando, aunque sin constarle que lo hiciese con dedicación, no había ningún problema. Pablo pedía cien o doscientos mil pesos prestados a su madre cada vez que tenía pensado salir, afirmando con descaro que, en cuanto consiguiera empleo, le retribuiría todo, absolutamente todo, como si la vida alcanzase para gratificar cada aporte desinteresado proveniente de una madre cegada por el amor hacia su primogénito. Pablo le decía a sus amigos que a su mamá le sobraba el dinero, entonces nunca sufriría por ello, así que no sentía ni un síntoma de vergüenza cada vez que le solicitaba «unos pesos» para salir. Al momento de pedir, su rostro se disfrazaba de bondad y los dedos de su mano estirada se movían al son de la codicia. Recibía los billetes, les daba refugio en cualquier bolsillo del pantalón y el agradecimiento salía de su boca como quien no quiere la cosa. Después salía sin despedirse ni dar pistas sobre dónde pasaría la noche.
El reloj marcaba las diez y treinta y tres a.m., un martes de la Semana Santa. Pablo, totalmente ebrio, se lanzó a la piscina, después de haber aspirado gran cantidad de popper. Bajo el agua, sintió como si su cerebro creciese, queriendo romper los límites interpuestos por el cráneo y la naturaleza humana. Las pupilas dilatadas palpitaban al ritmo del corazón y el cráneo continuaba luchando por retener al cerebro dentro de sí. En vez de sucumbir a la preocupación, o a la congoja, quizá al remordimiento, la sensación en su cabeza lo llevó a sentir un inmensurable placer. Salió a tomar aire y estuvo de vuelta, por un par de minutos, en la realidad. Alborozo, festejo, ocio; ojalá no fuesen tan finitos, ¡tan efímeramente cortos!; tal vez pensó en eso. Miró en torno y se topó con varias caras familiares y unos cuantos rostros desconocidos, que bailaban cerca de la piscina, al ritmo de música techno. La finca, lugar donde estaba de fiesta en aquella ocasión, contenía una amplia zona verde adornada por pequeñas casetas, en las cuales había dispuestos varios tomacorrientes, donde conectaban los parlantes, la interfaz, las tornamesas y la consola, dándole vida la música y, por ende, al jaleo desmedido. Bajo el techo de aquellas casetas, se ubicaba lo que él llamaba «el material didáctico»; es decir, licor, drogas y preservativos, protegiéndolos de algún súbito aguacero. Recordó, por un instante, que desde el sábado no había tenido contacto con su madre y la batería del celular había fenecido. Pensó en llamarla, pero decidió que sería mejor en otro momento, cuando estuviese un poco más cuerdo y su balbucear no lo traicionara. Daniel le había dicho, en alguna ocasión, que en su voz se notaba cuando tenía la cabeza saturada de estimulantes.
Sin tener ningún tipo de contacto con su madre, pasaron los días que estaría en aquel lugar, debido a que en ningún momento estuvo lo suficientemente sobrio para, con una señal de vida y bienestar, brindarle la tranquilidad, mediante una corta llamada. Ella entenderá que estaba paseando, se dijo, y amortiguó todo amago de culpa emergente. La noche previa al día que tenía planeado regresar a la ciudad, puso a cargar su celular antes de irse a dormir. Sin embargo, tampoco en la mañana siguiente quiso llamarla. Hoy en la noche estoy en casa, ¿ya para qué voy a llamar? Siempre encontraba formas de enfriar la consciencia. La vergüenza no era su amiga, tampoco su enemiga; tan solo la evitaba. Y no había en aquel lugar quien le aconsejara algo diferente a embutirse otro trago o aspirar un par de líneas de alcaloide.
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Renunciar a la cordura
Misterio / SuspensoPablo, un joven que confunde el libre albedrío con llevar una vida de fiestas y excesos, se despierta en una habitación de lo que parece ser un hospital mental, al cual todos los internos y empleados se refieren como El Recinto. Sin recordar cómo te...