Varias horas antes de llegar a El Recinto, Pablo estaba con Daniel, su colega de desperdicio y estudios inacabados, en un bar llamado Secret Shots, el cual estaba ubicado en la zona rosa de la ciudad. La noche estaba despejada, pocas estrellas se exhibían lánguidas en el firmamento y el calor se colaba por los poros, que rezumaban pequeñas, pero cuantiosas, gotas de sudor. El lugar ostentaba gran amplitud. Había luces disparadas hacia todas las direcciones, de una cantidad de colores diversos. Cientos de mesas metálicas de forma redonda estabas dispuestas por doquier, rodeadas de sillas negras y columnas de mármol. La música que ornamentaba el momento era netamente comercial, bailable, caribeña. La gente coreaba con torpeza. Cada tanto se desprendía un olor a licor y sudor, que se mezclaban, por momentos, con las botanas y las frutas que servían en recipientes plásticos, con el fin de acompañar los tragos. Pablo y Daniel estaban en compañía de dos mujeres, que ahora se decían amigas, las cuales solo conocían desde hacía un par de horas. Daniel siempre fue el mejor de los dos para entablar conversaciones primerizas con personas desconocidas, así que él se encargó de ser la carta de presentación cuando vieron aquel par de chicas solas en una mesa del bar, tomando aguardiente y cerveza. Susana, la que había atraído más a Daniel, o tal vez ella lo había elegido a él, era una chica delgada y rubia, de ojos verdes, nariz respingada y labios pequeños. Vestía un enterizo marrón, que debido a la escasez de luz blanca parecía negro. Camila, la acompañante temporal de Pablo, llevaba el cabello tinturado de rubio también; pero tenía visos negros de forma vertical. Contó luego que tenía la nariz operada no hace mucho. Además, sus ojos marrones y, al contrario de su amiga Susana, ostentaba labios voluminosos. Vestía una chaqueta blanca, a pesar del calor, sobre una blusa púrpura y un pantalón negro demasiado ceñido, resaltando sus piernas ejercitadas. Ambas estaban descalzas; sus tacones reposaban bajo la mesa, exhaustos, como sus pies, de tanto bailar. Pablo pidió una botella de aguardiente, cuatro vasos de agua helada y cuatro copas al mesero.
—¿Quieren un cuarto de éxtasis? —aventuró Daniel.
—Pues hágale —dijo Susana, después de mirar a su amiga, buscando su aprobación.
Con una pequeña navaja, Daniel partió la pastilla de éxtasis, apoyándola sobre la mesa, en cuatro partes inexactas. Cada uno tomó su parte y se la puso en la lengua. Por fin llegó el mesero, que había tardado un poco en regresar con el pedido, cargando una sonrisa postiza y cansina. Pablo destapó la botella de aguardiente y se apuró a servir las cuatro copas. Hicieron un brindis y vaciaron sus copas en un santiamén. Camila sirvió la siguiente ronda. Y así se turnaron hasta acabar con la primera botella en menos de una hora.
Pasadas dos horas más, Pablo se sentía un poco mareado, aturdido, falto de vigor. Sacó de su billetera una pequeña bolsa contenida por un gramo de cocaína y se levantó para ir al baño. Una vez allí, introdujo una llave en la bolsa y aspiró un pequeño montículo del alcaloide por cada fosa nasal. Guardó la bolsita en la billetera, se miró al espejo y limpió su nariz. Se había renovado, listo para darle cara a lo que restaba de la juerga. Un hombre joven ataviado con un saco negro sobre una camisa fucsia abotonada hasta el cuello y un pantalón de fina seda, que estaba a su lado, lavándose las manos, se quedó mirándolo detenidamente por unos segundos, antes de preguntarle:
—¿Me va a vender un pase o qué?
—Yo se lo regalo; el vicio no se niega —aseveró Pablo.
Volvió a sacar la pequeña bolsa, introdujo una llave y sirvió un poco en la muñeca del joven. El sujeto aspiró con fuerza, poniendo toda su fe en que aquel polvo blanco le renovaría las energías agotadas en el transcurso de la noche. Desde el baño, el sonido de la música se escuchaba ahogado, lejano. Adentro, el piso mojado hedía a orín y tenía pisadas de tenis por doquier. Pablo, con una mano tapando su nariz, salió antes de que el hombre pudiese decir algo más.
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Renunciar a la cordura
Misterio / SuspensoPablo, un joven que confunde el libre albedrío con llevar una vida de fiestas y excesos, se despierta en una habitación de lo que parece ser un hospital mental, al cual todos los internos y empleados se refieren como El Recinto. Sin recordar cómo te...