Parte 18: Sea como sea

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Llegó el día del plan de escape, y había soñado que estaba internado en un centro de rehabilitación dentro de la ciudad, al que había ingresado por voluntad propia, llegando hasta ahí en compañía de mi madre. Allí, tendría acompañamiento psicológico y no debía someterme al consumo de medicamentos para combatir la adicción; bastaría con un ambiente tranquilo, alejado de cualquier tipo de tentación, pues los pacientes del lugar tenían prohibido el uso de palabras que se asociaran con drogas o cualquier tipo de adicción. En el fragmento que recuerdo del sueño llevaba ya tres noches internado y había entablado una amistad con los dos psicólogos que estaban encargados de mí. Además, simpatizaba con muchos de los internos. Sin embargo, en una ocasión se escapó la palabra «coca» de mis cuerdas vocales y fui escuchado por una de las coordinadoras del lugar, una señora de unos cincuenta y seis años de edad, excesivamente antipática —nunca propiciaba un saludo— y beata como ella sola. Tenía fama de intocable, en un sentido sexual; decían —mis compañeros del sueño— que llevaría la virtud de ser virgen hasta la tumba y se proclamaría como tal una vez estuviese frente a las puertas del cielo. Su rostro era difuso, no logré recordarlo. Su cabello ensortijado y casi blanco le confería cierta autoridad, cierta experiencia con patanes y jóvenes díscolos. Aquella coordinadora me sometió al castigo más cruel de todos los que se aplicaban allí para quienes infringían las normas y afectaban el proceso del resto: sentarse, no más que vistiendo los calzoncillos, en medio de una ronda de internos, con el fin de pedir perdón por la palabra que no volvería a pronunciar, mientras todos me lanzaban baldados de agua fría.

Me despierto sudando a causa del calor infernal que embestía aquella mañana. No obstante, la pesadilla no representa retroceso alguno y me siento más que preparado para ejecutar el plan a la perfección. Antes de lograr dormir, me había imaginado toda la noche qué haría y cómo lo haría. No hay forma de fallar. Antes de salir, me reiré en la cara de ese ogro que hace las veces de enfermera. Ojalá nadie haya escuchado la risa que dejé huir sin remedio. El sol se filtra por la alta ventana y golpea justo en la cerradura de la puerta. Lucrecio llega al cuarto, abre, entra y ajusta la puerta a su espalda.

—Aquí están las dos llaves —dice Lucrecio, susurrando.

—Perfecto.

—Mucha suerte.

—Le agradezco mucho, Lucrecio. Si algo bueno me queda de este lugar, es usted. Espero que pueda usted salir pronto a ver a sus hijos.

—No lo dude, Pablo. Después de esto, seguro me echan a patadas.

Guardo las llaves en el único bolsillo de la sudadera y salgo con Lucrecio rumbo al jardín. Una vez allí, miro meticulosamente a los dos gorilas de la entrada, intento descifrar si portan algún tipo de arma en sus pretinas. Luego voy hasta donde está ubicado Fabio.

—¿Listo? —pregunta Fabio.

—Más que listo —confirmo.

—¿Tiene las llaves?

—Así es.

—Perfecto.

Fabio silba suavemente y no entiendo por qué. En cuestión de instantes, el hombre toro empieza a darse cabezazos contra una de las paredes del corredor contiguo a la entrada y a gritar como si tuviese un demonio dentro de sí. El enfermero, Horacio, se levanta de su silla, pero se olvida de la bandeja en la que están los medicamentos en frascos junto a una sola jeringa, y sale corriendo hacia donde está el hombre toro. Indica solo a uno de los gorilas que lo siga, mientras el otro se queda observando atentamente aquella escena perturbadora, que resulta impactante hasta para alguien que lleva años trabajando en El Recinto. Lo leo en su rostro, que finge apacibilidad. El paciente alto y enjuto, otro de los pocos renuentes, no se encuentra hoy en el jardín.

Renunciar a la corduraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora