Parte 17: Convencer o tomar las riendas

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Ahora estaba decido a salir por los medios que fuera, pero necesitaba ayuda y nadie parecía querer secundarme. Había insistido las últimas dos semanas en persuadir a Fabio para emprender una huida; sin embargo, no había ni amago de convencimiento en su rostro cada vez que le formulaba cualquier argumento. El día anterior, en la sala de visitas, vi a Fabio hablando con una mujer joven. No estaba seguro de que fuera su exnovia; parecía, más bien, una de sus antiguas estudiantes, que ahora parecía universitaria. A menos de que a Fabio le gustasen bastante menores que él, aquella chica no podía ser su antigua compañera de vida, de la que me había hablado en repetidas ocasiones. Si hay una razón que lo haga querer salir de acá, es esa mujer de la que tanto habla, pensé, dándome ánimo. Sí, sin duda debía aducir eso. No tenía mucho que perder.

Salí al jardín en compañía de Lucrecio, que, dos segundos después de entrar y dejarme cerca del par de gorilas de la entrada, dio media vuelta y volvió rumbo al corredor. Lucrecio llevaba días sin pronunciar ni una sílaba sobre sus asuntos personales; solo me hablaba para lo necesario: comer, salir al baño o avisar que era tiempo de visitar el jardín. Yo había tratado, en varias ocasiones, de entablar un diálogo; no obstante, Lucrecio parecía ausente de sí. Sospechaba que debía tratarse de la salud de su madre y el insoportable agobio de no saber cómo estaban sus hijos.

Allí, en el jardín, Fabio tenía algunas fichas del ajedrez jugadas, pero estaba solo, y no lucía como si estuviese esperando a alguien. Me acerqué y él me miró, atento.

—Adelante —invitó él.

—¿Con quién jugaba? —pregunté, mientras tomaba asiento.

—Con nadie, solo ideaba estrategias.

—Es bueno para los planes, ¿eh?

—Cuando me lo propongo. Oiga, he reconsiderado su propuesta, y estoy dispuesto a ayudarle. Mejor dicho, estoy dispuesto a que nos ayudemos. Necesito salir pronto de El Recinto, porque Salomé me expresó su deseo de empezar de cero.

—¿Aquella chica de la sala?

—Así es. Bonita, ¿no?

—Y joven —añadí.

—Es solo apariencia. Está a punto de cumplir veintidós. Pero no nos desviemos. Esto es lo que tengo pensado: armaremos una revuelta con los que aún conserven algo de lucidez.

—Me parece que solo usted y yo tenemos esa característica en común, Fabio.

—No, hombre. Le digo que acá hay más genios de lo que usted se imagina; pero si no quiere atender a mi plan, tendrá que idearse uno usted mismo, y ejecutarlo singularmente.

—Soy todo oídos.

—Bueno. A ver, ¿por dónde empiezo?

—Por los gorilas de la entrada y los demás que hay en otras partes de El Recinto.

—No, hombre. Tenemos que empezar por reclutar un par de soldados más. Mire allá, ese hombre con la venda en la cabeza es su vecino, al que le gusta jugar a ser toro contra las paredes.

—Primera vez que lo veo —anotó Pablo.

—Lo tenían amarrado y encerrado permanentemente, supongo. Ya debe de haber recobrado un poco su estado de calma.

—Exceso de sedantes, más bien.

—Lo que sea. El caso es que ese será nuestro primer distractor. Yo me encargaré de convencerlo de que ataque una de las paredes de los corredores con su cabeza, así el enfermero y los gorilas, como usted los llama, irán tras él. Nuestro amigo, el alto y escuálido, que se enfrentó a ellos hace un par de meses, irá en auxilio del toro humano. Ahí, usted se acercará a una de las bandejas de medicamentos, tomará el par de jeringas y la sustancia verdosa. En caso de que haya más fornidos en el camino, les aplicará la inyección y adiós para siempre.

—No puedo matar a alguien —repliqué—. Hasta ahí me había gustado su plan.

—No creo que tenga otra alternativa en caso de que lo capturen intentando huir; pero con la sola jeringa ya usted representa una amenaza, no creo que tenga que usarla.

—Déjeme pensarlo.

—No hay nada que pensar. Esto será en un par de días, cuando estemos aquí mismo nuevamente.

—Creo que no hay otra alternativa, ¿verdad?

Fabio negó con la cabeza.

—No la hay. Bueno, falta lo más importante. He notado que Lucrecio no está muy amigable con usted últimamente, así que yo mismo me encargaré de exponerle el plan y convencerlo de que nos dé las dos llaves. Una es la que abre la puerta que conecta el pasillo con la sala y la otra es la que conecta la sala con la recepción. La puerta de la recepción siempre está abierta, así que una vez allí, estamos casi fuera. De venida a El Recinto, me aprendí la ruta de regreso por la carretera. Pero, seguramente, tendremos que pasar la primera noche en el bosque, porque caminando hasta el pueblo más cercano, calculo unas seis o siete horas.

—Caminaré lo que sea desde que esté fuera de aquí —afirmé.

—Perfecto, nos vemos en dos días, ya que mañana me haré pasar por enfermo y no vendré al jardín —concluyó Fabio.

—Delo por hecho.

Ya en la noche, estando en mi habitación, me abatió la intriga. Extraje de mi bolsillo el papel que me entregó mi madre, lo desdoblé y empecé a leer lo que, en una letra apenas legible, allí decía:

«Placer. Intenté salir, pero ya había tocado fondo. Sentí flotar. No estaba en mí, mejor así. Fuego, hervir, amarrar, brotar, introducir, llegar al éxtasis. Abusé de manos amigas. Exprimí las buenas intenciones de mi familia. Acepté. Me interné en un recinto, cansado de estar fuera de mí. ¿Qué más podía hacer? Creo que estoy poseído de por vida. Las esperanzas de mi madre puestas en mí. No verla llorar más. Huir. No, huir no. Ni de mí, ni de aquí. Seguir. Exorcizar las ansias. Combatir la angustia. Sudaba frío. No puedo. Sí puedo. Hora del remedio que solo remedia a corto plazo. Mi cabeza versus la pared. ¡Fuera de mí! Grité. Caí inconsciente. Desperté. Seguía dentro de mí. ¡No más! ¿O tal vez un poco? Lloré. No valgo las lágrimas derramadas. Huir, sí, huir, de aquí y de mí. Logré escapar, ¡por fin! Otra vez aquí. Fuego, hervir, amarrar, brotar e introducir. Una vez más fuera de mí».

Inquietante.

Renunciar a la corduraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora