III

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Yeol echó un vistazo a lo largo de la extensión del campo. Las fuerzas del Regente eran ríos de color rojo oscuro que incursionaban torrencialmente en sus líneas, combinando sus ejércitos como un caudal de sangre cayendo sobre el agua, difusamente. Todo el panorama era de destrucción, un torrente sin fin de enemigos, tan numerosos que parecían un enjambre.

Pero él había visto en Marlas cómo un hombre podía mantener a todo un frente junto, como si solo con su voluntad fuera suficiente. "¡Asesino de Príncipes!" gritaban los hombres del Regente. Al principio se habían lanzado hacia él, pero cuando vieron lo que le sucedió a los hombres que intentaron aquello, se convirtieron en una masa de cascos y pezuñas desesperados por retroceder.

No llegaron lejos. La espada de Yeol cortaba armaduras, cortaba carne. Buscó centros de poder y los destruyo, deteniendo formaciones antes de que comenzaran. Un comandante de Vere lo retó, y le concedió un zumbido de participación en la lucha antes que su espada cortara a través del cuello del comandante.

Los rostros se convirtieron en destellos impersonales, la mitad de ellos protegidos por los cascos. Era más consciente de los caballos y las espadas, los mecanismos de la muerte. Mató y era tan simple que los hombres salían de su camino o morían. Todo se redujo a un solo propósito, la determinación preservando el poder y la concentración mas allá de cualquier resistencia humana, durante horas, incluso al mayor adversario, porque el hombre que cometía un error, era hombre muerto.

Perdió la mitad de sus hombres durante la primera oleada. Luego de eso, condujo las cargas a un choque frontal, matando a cuantos sean necesarios para detener aquella primera oleada, y luego la segunda, y la tercera.

Con la llegada de nuevos refuerzos en aquel momento, hubiese sido capaz de masacrarlos a todos como cachorros recién nacidos, pero los refuerzos no habían aparecido.

Si era consciente de otra cosa además de la pelea era de la ausencia, una falta que persistía. Los destellos de viveza, el cínico trabajo de su espada y la brillante presencia a su lado, todo se había convertido en un vacio, medio lleno por el firme y práctico estilo de Yifan. Se había acostumbrado algo que sólo había sido temporal, como el centelleo de euforia en un par de ojos azules que por un momento se encontraban con los suyos. Todo aquello enredado en su interior, tensándose a medida que mataba, hasta volverse un sólido nudo.

—Si el Príncipe de Vere aparece, lo mataré. —Yifan escupió las palabras.

Las flechas habían disminuido porque Yeol había roto suficientes líneas en orden que si se lanzaban en el caos, resultaría peligroso para ambos bandos. Los sonidos habían cambiado también, ya no se oían rugidos y gritos, sino que estos se habían transformado en gruñidos de dolor, agotamiento, sollozos de respiración; el choque entre espadas más pesado y menos frecuente.

Horas de muerte. La batalla entró en su final, brutal y agotada fase. Las líneas se rompieron y disolvieron en un revoltijo de deteriorada geometría, arrastrando consigo fosas de carne donde era difícil diferenciar enemigo de aliado. Yeol se mantuvo en su montura, aunque los cuerpos en el suelo eran tantos que los caballos se hundían en ellos. El suelo estaba húmedo, sus piernas salpicadas de lodo arriba de sus rodillas; lodo en un verano seco, ya que lo que humedecía el suelo era sangre. Los caballos heridos gritaban más fuerte que los hombres. Él mantuvo a sus hombres juntos a su alrededor, y mató, su cuerpo empujando más allá de lo físico, más allá que el pensamiento.

En el lado más alejado del campo vislumbró un destello de bordado rojo.

Así es como la gente de Akielos gana las guerras, ¿No? ¿Por qué combatir contra todo el ejército cuando puedes simplemente...

Yeol espoleó su caballo y fue a la carga. Los hombres entre él y su objetivo estaban borrosos. Apenas oyó el sonido que produjo el choque de su propia espada, ni notó las capas rojas de la honorable guardia de Vere antes de derribarlos. Simplemente los mató, uno tras otro, hasta que no hubo ninguno que se interpusiera entre él y el hombre a quien buscaba.

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