15. La última cena

127 4 0
                                    


Un día sólo para volver a tu vida... ¿O no?

***

Carlo tenía a Meredit entre las piernas; estaba sentado en una de las sillas frente a la amplia mesa de madera maciza del comedor, ella de espaldas a él, de pie, apoyando las manos sobre la encimera. Su melena rubia le tapaba la cara; tenía la cabeza inclinada hacia delante. Soltó los botones de su vestido y este cayó suavemente sobre la alfombra persa. Su risa predecía algo, mientras los demás se iban sentando en sus respectivos sitios. Pasó la palma de la mano por la espalda de la joven y se recreó con las curvas de su cuerpo. Meredit cogió de la mesa una botella de cava, sonrió a Samara, que estaba frente a ella, y levantando la botella sobre sus hombros empezó a derramar el líquido en su espalda muy despacio. Un fino reguero dorado descendió por ella bajando por su rabadilla hasta rozar la lengua de Carlo, que lamió el manjar con sutileza.

—¡Bravo! —Sonaron unas palmadas en el salón—. Ya podemos montar el circo —dijo Luis con ironía.

Carlo se levantó de su silla y con humor hizo una reverencia.
—Gracias, gracias.
Volvió a sentarse y empujó a Meredit hacia delante dejando totalmente

expuesto su sexo, que brillaba por la humedad del cava que había llegado hasta él. Para sorpresa de Samara el hombre de ojos azules pasó delicadamente la lengua por él y se relamió.

—Deja el postre para luego. —Antón pasó a su lado y le dio una suave colleja.

La mujer volvió a vestirse y sonrió con dulzura a su señor. Samara pensó que no debía ser tan perverso cuando la mirada de su sumisa era tan dulce. Mañana por la mañana volverían a casa; se notaba un ambiente más tranquilizador entre todos.

Dominic se mantenía serio; llevaba dos días sin tocarla, castigando su osadía con su indiferencia. Ella se sentía angustiada, ansiaba que le dedicara un poco de su tiempo y su cariño, pero él apenas la miraba y durante el resto de la noche había pasado largas horas sentado en el porche con el resto de los hombres, mientras fumaban y bebían. El único que había permanecido en el salón tras la sobremesa había sido Roberto. El Conde, como le llamaban, analizó sus formas; era un hombre delicado con sus sumisas; ellas le colmaban de atención continuamente, se postraban de rodillas a su lado cada vez que se sentaba y, mientras una de ellas le acariciaba, la otra se afanaba en que nada le faltara en

ningún momento. Una copa de su licor preferido, su taza de café... lo suficientemente caliente para su paladar. Siempre vestía una fina camisa de cordones anudados en el cuello, abierta en todo momento, como un pirata. Eso le hacía mucho más interesante, le confería un halo de misterio que llamaba la atención a Samara. Recordó las palabras de Dominic cuando le recordaba que sus actos eran el reflejo de él, y pudo ver que los modales exquisitos de las mujeres de Roberto mucho distaban de los suyos. Pero Dominic era distinto, él no quería eso de ella, no al menos en público. ¿Y en privado? Quizá debía ceder a lo que realmente quería y deseaba que era complacerlo, quizá se sentiría ridícula los primeros minutos, pero luego esa sensación desaparecería. A fin de cuentas ellas estaban allí, de rodillas, sonrientes, sin un ápice de rubor en sus mejillas.

TRILOGIA VENGANZA- MALENKA RAMOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora