3- La huída

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Pero aconteció algo que evitaría que el plan del Rey Ridan cumpliera su propósito. En la habitación en que Naurim dormía, en la que solo habitaban el polvo, las telarañas y el olvido; en la torre más apartada, sucia y descuidada del castillo, sucedió algo asombroso. Una intensa luz amarilla se adentró por la ventana de la torre y rebosó toda la habitación. La suciedad seguía presente, pero no se veía por el resplandor del destello. La Reina Naurim estaba dormida y adolorida por la enfermedad de su piel, pero se despertó con la intensa luz que se coló por sus durmientes ojos. Algo incluso más extraño que eso sucedió: la habitación se llenó también de un dulce olor; un deleitoso y grato olor que no era empalagoso. Era un olor agradable y muy exquisito. Era un olor a gentileza y sabiduría, pero Naurim no supo definirlo en aquel momento.

El Rey Ridan iba ya por los pasillos de su castillo, oculto de la vista de todos, mientras sucedía lo del intenso resplandor en la torre de la Reina Naurim. Pero aquella claridad se apresuró, como si hubiese querido llegar a Naurim antes que el Rey Ridan. Aquella amarilla luz era un hombre anciano muy reluciente que comenzó a descender desde la ventana hasta llegar al suelo, cerca de la cama en donde Naurim se hallaba durmiendo. El anciano, al ver que Naurim estaba asustada y con sus ojos entrecerrados por la iluminación de su piel, sus cabellos, su barba y su ropa, disminuyó la intensidad de su luz. Al hacerlo, mostró su apariencia física más claramente. Era alto, con largos cabellos blancos y con una blanca barba larga que llegaba hasta sus rodillas, recogida por una cinta a la altura de su cintura. Sobre su cabeza, llevaba un sombrero chato, con diseños dorados y azules sobre él. Llevaba un alto y delgado bastón de madera, con una piedra azul en la parte de arriba del mismo, y un anillo negro en su mano derecha. Su rostro era muy pálido; su semblante como una insondable sabiduría, y su mirada un mar de bondad. Vestía una larga, sedosa y hermosa túnica de color blanco amarillento, y sus pies no se veían. Fugazmente, Naurim pensó que debía estar descalzo.

-¿Quién eres y a qué has venido? -preguntó la Reina Naurim, que estaba detrás de su cama, con mucho miedo. No poseía nada para defenderse, excepto su desafiante mirada.

-Soy Riopeo, el Señor de las estrellas y las luciérnagas -dijo, dando una leve sonrisa de rostro, e inclinando un poco su cabeza y juntando sus manos en la cintura, como instigando en el corazón de Naurim. -He venido porque tu vida se halla en peligro -dijo en un tono mucho más serio; enderezando su cabeza y con expresión de severidad en su semblante -, y debemos darnos mucha prisa -instó. -Tu esposo, el Rey Ridan, viene a atentar contra tu vida. He visto sus intenciones desde el cielo, y voy a guiarte a un lugar seguro -le contestó aquel reluciente anciano, que resultó ser una estrella de verdad, para sorpresa de Naurim. -Mi bastón, ¡mi bastón tenía razón! -exclamó luego Riopeo, sin que Naurim pudiera entenderlo.

Naurim no podía creer que una estrella le hubiese hablado. Súbitamente recordó los cuentos que de niña había leído sobre hombres, mujeres y niños estrella, y sonrió. Su temor por la presencia de Riopeo se disipó, porque le inspiraba confianza. Sin embargo, aunque atónita por aquellas palabras, sentía muy dentro de ella que aquello que Riopeo le decía era cierto. Se sintió muy triste, y con deseos de que aquello no fuese verdad. Pero la realidad, muchas veces, es la tristeza y el rechazo, y lo que ellos causan en las personas. Ridan ya no la trataba con el cariño de antes, y no le hablaba con respeto. A veces dudaba de si Ridan ya no la amaba por su mera enfermedad, pero aquel ameno olor que acompañaba la presencia de Riopeo parecía aclarar la mente. Parecía ser algo muy mágico y muy bueno. Su rostro, tan sabio, amigable y honesto, le hablaba toda la verdad con tan solo mirarla. La Reina Naurim decidió creer aquellas palabras que Riopeo le dijo, pues "Las estrellas nunca mienten, porque son seres llenos de magia generosa, luz y verdad", recordó de uno de los cuentos que leyó.

Él la guió por las escaleras de la torre, quitando primero el seguro de la puerta con la magia de la piedra de su bastón, exclamando decididamente "¡Abrellatus!", ante lo cual Naurim quedó muy sorprendida. Ella jamás había visto magia real. Mientras bajaban las escaleras, aunque se hallaba oscuro el panorama, la piel y el vestido de Riopeo alumbraban lo suficiente como para mostrar los escalones, y al mismo tiempo no cegar a Naurim. Al llegar al último escalón de la torre, volvieron a detenerse. Riopeo volvió a hacer magia, pero esta vez para que atravesara la puerta con tal de dormir a los dos soldados que la custodiaban desde el otro lado. En esta ocasión, su exclamación fue "¡Estrellatus!", luego de lo cual los soldados que custodiaban la puerta de la torre se chocaron el uno contra el otro, y quedaron inconscientes.

-¡Oh, lo siento! -lamentó Riopeo, con gesto de niño inocente. -Debí decir "Dormillatus", pero para un anciano como yo es normal confundir ciertos encantamientos -dijo Riopeo, con una traviesa sonrisa.

La puerta se abrió, y entonces Riopeo tomó hacia el lado izquierdo, después de susurrar "Lo siento, lo siento, soy algo olvidadizo", mientras pasaban por el frente de los aturdidos soldados. A Naurim le resultó curioso que aunque ella, siendo la Reina y conociendo muy bien las rutas de su castillo, fuera una estrella quien la estuviera guiando en su propia casa. En momentos pensaba que Riopeo no estaba tomando la ruta correcta, pero se acordó de que las estrellas son más sabias, porque desde el cielo se ve más que desde la tierra. Ella se hubiese imaginado que con algún hechizo mágico hubieran desaparecido de la torre para aparecer en un lugar muy lejano, pero no fue así. Todo lo que de cierta manera sucede tiene su propósito, aunque sea incomprensible.

Lograron salir del castillo , y entonces Riopeo le dijo a Naurim en un tono muy serio:

-Debes correr hacia el bosque, todo el tiempo, y sin detenerte. Yo ahora te guiaré desde el cielo. Deberás esforzarte, para que no pierdas mi luz en la espesura del bosque. Debes moverte cuando yo me mueva, y detenerte cuando yo lo haga. Pon todo tu empeño en no perderme de vista.

Pero sucedió que mientras Naurim corría hacia el bosque, persiguiendo con su vista a Riopeo, que ya estaba anunciando su luz de lumbrera desde el cielo, el Rey Ridan había llegado ya a la torre de la Reina. Allí se percató de que Naurim había huído forzando las puertas y atacado a dos de sus soldados, quienes solo estaban en un profundo sueño por el travieso encantamiento aturdidor de Riopeo. Inmediatamente, pensó en alertar a los soldados de su castillo para reunirlos en la Sala del Trono de Plata, pero entonces se le ocurrió un plan mejor en su ya oscuro corazón. Se rasgó sus ropas y dijo a sus soldados:

-La Reina Naurim ha traicionado al Reino de Maldovia. Me ha atacado a mí, y ha atacado a dos de nuestros soldados con negra hechicería, y ahora escapa de su vergüenza y traición. Traedla ante mí para que sea juzgada la bruja traidora. Tened cuidado, no sea que lance un malvado hechizo contra alguno de vosotros, tal como lo hizo conmigo.

Soldados sobre caballos fueron desplegados en todas direcciones desde el castillo. El Rey Ridan estaba muy airado, y su oscura cólera se reflejaba en la algarabía de los soldados y en el furor de sus veloces caballos. Mientras la adolorida Naurim se esforzaba arduamente por seguir el camino que la luz de Riopeo le mostraba, gran cantidad de soldados a caballos la buscaban. Pero solamente un soldado logró verla huyendo, y alertó a sus demás compañeros cercanos, que solo eran tres.

Poco a poco se acercaban a Naurim. Mientras pasaba el tiempo y los hombres con armaduras se iban acercando, las fuerzas y esperanzas de Naurim disminuían. Logró adentrarse en el bosque, y eso le hizo sentir un poco de paz. Pero algo confuso sucedió muy rápido. De pronto, el bosque comenzó a tener un olor muy peculiar. No era un dulce olor como el de la luz de Riopeo. Tampoco era un olor como el de un aroma de velas de fragancias. Ni siquiera era como el olor a humedad de un bosque. Era como un olor a magia, paz y bondad. Aquel era un olor que hacía pensar en el gozo de la Navidad. Un fugaz pensamiento llegó a Naurim: palpó su piel, para ver si aquel olor, si acaso era magia, la había sanado, pero tristemente no fue así.

Y justo cuando ya la cercanía de los soldados era mucha, tanto que casi podían tocar los cabellos de la Reina, una gran luz blanca se encargó de derribar a uno de los cuatro soldados, provocando que los demás tropezaran y cayeran. Sus espadas, escudos y armaduras se hicieron verdes enredaderas de arbustos. Fue un respiro de esperanza y gloria para Naurim. Se preguntó si habría sido la magia de Riopeo y sus luciérnagas, o si habría sido la magia de aquel mismo bosque.

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