3- El Señor de la Canción Verde

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Naurim estaba sonriendo. Estaba muy llena de alegría y muy rebosante de gozo. Lo que acababa de vivir había sido algo muy asombroso. Aquello había sido algo lleno de magia y bondad. Las hojas de los árboles a los que tanto temía habían danzado al ritmo de las melodías de su voz. Un león también, en forma de hoja, la había ido a visitar. Le había lanzado también una mirada muy llena de un amor puro y sincero. Parecía como si aquel león hubiese querido ser su amigo.

Volvió a su cueva muy triste. Deseaba mucho que aquel momento hubiese permanecido mucho más tiempo. Naurim quería sentir más magia; se sentía sola, olvidada y descuidada. Se adentró en su cueva, y comenzó a llorar en un oscuro lado. Por unos instantes, olvidó todo lo hermoso que había acontecido, desde el rescate de Riopeo y su magia hasta la danza de las hojas. Fue como si hubiese permitido a sus lágrimas llevarse todos los días buenos, en lugar de solamente los días malos. La tarde comenzó a caer, al igual que la felicidad de Naurim, como si ella dominara la naturaleza; como si la enterneciera con su canto y como si la entristeciera con llorar. Ya no quería estar en aquel lugar. Sin embargo, sabía que todavía debía permanecer allí, pero no sabía por cuánto tiempo más.

Pero estando en el fondo de su cueva, una luz muy brillante quitó toda la oscuridad de en medio. Pensó que Riopeo había bajado de su lugar en el cielo. Luego pensó que no podía ser posible, porque no percibió su dulce olor. Las estrellas nunca abandonan su lugar en el cielo durante la noche, excepto el situaciones especiales. Solamente durante el día se pasean libremente por los mares, las tierras y los bosques. Era imposible que aquella luz fuese Riopeo. Las estrellas que no cumplen con su deber pierden su brillo y son desechadas del cielo. Así que aquella luz le hizo pensar en que podía ser alguien a quien ella llevaba tiempo esperando.

-Naurim, acércate a mí -dijo aquella luz, con una profunda voz insondable. -Quiero ver que no estés triste -añadió, con un tono muy dulce y amigable.

Al escuchar su nombre, intentó esconder su rostro con sus manos, pues no deseaba que su deforme y enfermo rostro fuese visto por aquella luz. Pero a pesar de no querer mirar, no pudo resistirse a aquel llamado. Sucede que cuando alguien desea que seamos felices, es imposible resistirse a sus palabras. Los seres que están llenos de amor, bondad, paz y sabiduría poseen ese mágico e inmenso poder. Esos seres no permiten nunca que la alegría vaya en decadencia.

Naurim no pudo resistir no mostrar su rostro. Al hacerlo, la luz, con forma de león, ya no estaba tan brillante. Quizá haya sido porque Naurim pensaba que era incapaz de reconocer algo por su brillo cegador; la metáfora del rechazo y el amor propio. Ella pensaba que la belleza era importante y absoluta, así que al decidir mostrar su rostro, decidió mostrar su más grande temor. Y cuando se tiene el valor de aceptar y mostrar el más grande temor, se ven las cosas con mayor entendimiento y claridad.

Aquella luz había mostrado su verdadera forma. Era un majestuoso león blanco, cuya belleza radicaba en la grandeza de su melena, que parecía ser la sabiduría en su hermoso rostro lleno de bondad. El león le había pedido que no quería verla triste. No le había pedido ver su rostro. Por eso Naurim confió en él. Porque quien desea la felicidad en los demás, inspira confianza, benignidad y verdadera libertad.

-¿Es usted Meslar, el Señor de la Canción Verde? -preguntó Naurim, con su voz algo temblorosa, y comenzando a salir de la cueva.

-Bien lo has dicho, oh preciosa cantora de mis bosques, que haces danzar sus hojas, y que me haces venir de los confines de mi reino para deleitarme con tu voz -contestó Meslar, con una voz muy profunda y delicada. -He de decirte que has sido muy paciente y buena hija de los árboles. Pero ahora deberás ser aún más paciente y valiente, porque las estrellas han visto magia oscura que desea hacerte daño. Una profecía muy antigua hoy señala hacia ti.

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