Mi propia apreciación.

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La danza incesante de los días siempre parecía girar en torno a Choi Yeonjun, una figura enigmática de diecisiete años que ocupaba un lugar central en mi mundo estudiantil. Desde mi asiento en el aula, observaba con una suerte de ritual cómo su presencia impecablemente definida entraba al instituto, rodeada de un séquito de admiradores cuyas sonrisas parecían florecer ante su mera existencia. Mi propio semblante, de alguna manera familiarizado con la sensación de ser eclipsado, se mantenía en un estado constante de interrogación: ¿Qué más podía hacer?

Él ofrecía y yo aceptaba, una relación silenciosa de intercambio en la que yo tomaba todo lo que podía. Mis manos se extendían simbólicamente para atrapar incluso los fragmentos más pequeños de su ser, restos dispersos en los recuerdos triviales de otros. Aquella información era un tesoro compartido por la mayoría, una moneda de cambio que pasaba de mano en mano, creciendo con cada transacción y adquiriendo detalles adicionales en su camino. Sin embargo, entre todas las historias que circulaban, una se destacaba por su exageración indignante y por ser el punto culminante de mi repulsión.

La versión más absurda y detestable de todas afirmaba que Choi Yeonjun había librado una batalla épica contra una docena de perros feroces para rescatar a un gato callejero que, de alguna manera, se había apegado a él debido a su aura deslumbrante. Se requeriría una dosis inmensa de ingenuidad o simplemente estupidez para creer semejante locura. No obstante, el origen de esta fábula tenía su raíz en un grupo de estudiantes de primer año, autoproclamados "Consortes de Choi Yeonjun", cuyo fervor desenfrenado los había llevado a construir narrativas inverosímiles. La historia tomó proporciones exorbitantes, resonando en los pasillos y causando que las exageraciones en torno a Yeonjun se volvieran más espesas, empañando su esencia con la capa pegajosa del absurdo.

La magnitud de esta hagiografía moderna me dejó con un sentimiento abrumador de hastío y disgusto, tanto que en una ocasión, decidí alejarme de la órbita de sus exageraciones y dejé de observar a Yeonjun durante dos semanas enteras. Durante ese tiempo, perdido en la seducción etílica de las noches y los encuentros con algunas amigas, encontré un refugio temporal en una burbuja de emociones y distracciones. Pero como los ecos de la vida siempre parecen seguir un patrón predestinado, la calma efímera pronto se vio envuelta en la tormenta de emociones pasadas y olvidadas.

Esas amigas, compañeras de copas y confidentes temporales, a menudo se transformaban en algo más en la medida en que las bebidas fluían y las conversaciones se volvían intensas. Besos apasionados y caricias enredadas en arrepentimiento se intercalaban en esas noches desvanecidas, creando una sinfonía de impulsos y sentimientos que recordaban a mi primer amor.

Al culminar la semana, el azar me guió hacia Choi Yeonjun, encontrándolo en un campo deportivo cercano al punto de encuentro previsto con mis amigas. En ese instante, tomé una determinación: abandonar el encuentro planeado con mis compañeros y quedarme solo para contemplar desde el enrejado aquella sonrisa que se erigía como una singularidad en mi percepción. Un interrogante floreció en mi mente: ¿por qué había dejado de observarlo? ¿Acaso tan efímero?, ¿tan poco fue suficiente para dejar de verlo interesante? Y así, dejé los encuentros con las muchachas para otros cortos tiempos míos libres, siendo que la mayoría los gastaba con la mujer que amaba.

Mi anhelo se materializaba con una mayor vivacidad en los instantes en que compartíamos un encuentro íntimo de regreso a nuestros hogares. En el umbral de las tres últimas manzanas que nos separaban de mi morada, se manifestaba cotidianamente esta conexión. En una coreografía sutil, él torcía en sentido opuesto al mío, cruzando mi camino en una danza fugaz y armoniosa. El escenario de este encuentro era un espacio efímero, apenas tres segundos de cercanía y un solo metro de distancia que me absorbía con una atención casi obsesiva, el tiempo suficiente para que nuestras miradas se entrelazaran y nuestras almas se tocaran en una comunión de secretos no dichos. Era un intervalo que preservaba celosamente, como un tesoro delicado e intocable, con la resolución inquebrantable de no perturbar su belleza y magia.

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