Mala mujer

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La luz matutina esbozó el contorno de un cuerpo desnudo a mi lado, desvelando la intimidad compartida de la noche anterior. Mi rostro se tiñó de un carmesí repentino, una vergüenza que parecía inyectada por el mismo sol que se hacia presente  a través del poco espacio que dejaban las cortinas.

Él yacía con los ojos cerrados con la sabana cubriendo poco o nada de su pecho y, ajeno al espectáculo matutino que yo presentaba. En un instante, su voz resonó, y, aún recostado junto a él, deslicé mis manos sobre sus ojos. En un intento de preservar la mágica noche en la penumbra del olvido; articulé un simple "buenos días". Aquella mañana se presentó con la misma incomodidad que mi primera vez, un sentimiento que, aunque inicialmente incómodo, se disolvió al recordar las sustancias que precedieron al sexo que tuve con una extraña. Mi primera experiencia con una desconocida, desprovista de inhibiciones, me susurró que disfrutaba de la novedad mucho más que el rutinario acto con mi primer amor. Sin embargo, esta vez, con un hombre, añadía un matiz completamente diferente. Recordaba aquellos años de confusión, cuando mis sentimientos se entrelazaban, y la mala suerte que alguna vez se cernió sobre mi hogar, ahora parecía dirigirse hacia las pocas amistades que aún me quedaban.

Una insinuación, un momento de debilidad, o como fuera que lo llamara, fue suficiente para lanzarme hacia adelante, sin pensarlo, y absorber mucho de alguien necesitado. La despedida, después de un par de horas, llegó con un beso y más mentiras desgarradoras que temía que se desvelarán rápidamente.

Había oído sobre el desdén hacia las relaciones del mismo género, pero no lo tomé en serio hasta que la persona que solían juzgar y golpear con crueldad, nos compartió su perspectiva en una tarde lluviosa. Kai aprovechó esas palabras como una insinuación de debilidad mía y, casi con gusto, como una burla hacia la atracción por mi propio género que él decía que yo sentía.

Recuerdo esos días en los que las lágrimas eran mi constante compañía, especialmente cuando veía rastros de sangre en la ropa de mi superior. Mi preocupación superaba las lágrimas cuando lo veía derrumbarse en un parque cercano al final de mi persecución. En esos momentos, mi racionalidad se nublaba, y mi comportamiento reflejaba la impotencia y la rabia que sentía, incluso llegando a arremeter con ira contra las pocas palabras de consuelo que mi padre intentaba ofrecer. El parque, testigo mudo de nuestras luchas internas, se volvía un refugio que guardaba los secretos de las penas compartidas y las palabras enredadas. Los bancos y los árboles compasivos eran los únicos confidentes de nuestras emociones tumultuosas.
Cada gota de lluvia que caía resonaba con nuestros suspiros silenciosos, y aunque ocasional, rompía la tensión que sentía cuando no podía articular ni una letra frente a él. Las gotas de lluvia golpeaban como podían mi cuerpo, mientras inútilmente trataba de poder brindar algo de confianza, una que no podía dar, pero lograba recibir cuando su cuerpo hacia contacto con el mío, en un cálido abrazo.

Solíamos concretar un encuentro plagado de horas de diversión, hasta que empecé a cambiar cuando mi padre me pidió sinceridad sobre mi percepción ante aquella situación, entonces sólo esquive de acuerdo a mi valentía, hasta cierto momento que el temor de hablar sobre aquello me venció por completo, alejándome de mi superior cuatro años mayor y quizá amigo oculto de todos.

Llevado por la cegera de amor y la falta de este se terminó por quitar todo el peso, dejando el mundo a la temprana edad de dieciocho años.

Aunque deseé que en su salón todos estuvieran siquiera dolidos, no fue posible. Mis esperanzas se aferraron a su velorio, pero la realidad era desoladora. El ambiente parecía ajeno al dolor que yo sentía; como si una especie de peste se hubiera retirado finalmente, pero sin dejar rastro de remordimiento.

Mantuve la esperanza, observando desde una distancia segura por horas en el velorio, buscando algún indicio de pesar en sus conocidos. Sin embargo, todo permanecía imperturbable. Fue entonces, cuando su madre dibujó una sonrisa al ver la aparición de Kai y la mía. Incluso el joven que había sido el objeto de su amor se presentó, ajeno a la trágica realidad que había desencadenado.

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