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—Escena corta.

Conway observaba con celo los rasgos de su bello acompañante, deseando ser el único dotado de admirar semejante belleza.

La gran mano decorada de salteados vellos rubios en su parte superior tocaba los cortos pelos de la barba que emergían de los poros del pelinegro, floreciendo hacia el exterior en un certero acto de rebeldía ante seguir dormitando en el encierro de la piel.

Los dedos de Gustabo perfilaron su nariz, siguiendo la línea recta de ésta hasta acariciar el reducido bosque de negros arboles que constituían sus cejas.

Los párpados del hombre mayor se cernieron sobre sus ojos, dejándolo ciego ante el toque del otro.

Jack se dedicaba a esperar que aquel momento jamas tuviese un fin, buscaba dentro de sí un porqué de todo lo que el mínimo roce del otro le ocasionaba; algo que le porporcione una razón lógica por las que toda su vida se había guiado.

Pero, Jack Conway podía ser algo tonto, ¿no es así?

¿Cómo podrías acomodar el intenso sentimiento de estar enamorado dentro de parámetros logísticos?

—¿Qué es esto, Gustabo? –preguntó susurrandole con sus ojos aún vilmente privados de la vista frente a sí, y sus fuertes brazos encerrando las caderas desnudas con el capricho con el que un niño se aferraría a un dulce.

El rubio dejó su áspera mano posada en la rasposa mejilla contraria, y acercó su rostro al que solía admirar en secreto hasta que sus narices hicieron contacto.

—Es como nuestra propia definición de cariño —susurró —, somos los únicos que podrán alguna vez comprenderla —sonrió con amargura.

«y los únicos capaces de comprender nuestro retorcido y poco convencional amor»  pensó el ojiazul. Las palabras no abandonaron sus labios, pero el otro pudo leer su silencio.

Conway suspiró rendido, finalmente accediendo a dejarse caer en las jamás redentoras garras de la eterna entrega corpórea hacia quien confiaba su mente y su corazón.
Él suspiró; permitiéndose ahora y hasta que la muerte los separe enamorarse a lleno, y sin reparos.

Conway besó su frente con mimo, y Gustabo se estremeció con ligereza por la ternura y suavidad con la que percibió el toque, aún cuando las rasposas grietas surcaban los resecos y ásperos labios del hombre abrazandolo. Era justamente eso, a lo que el rubio se refería.

—Descansa, gilipollas —saludó, para dejar una por poco imperceptible caricia con su pulgar en la cicatrizada piel desnuda de su espalda.

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