La caja

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Colin

Detestaba la clase de educación física. Correr no era mi fuerte y que el entrenador Aguayo no lo entendiera me hacía odiarlo con todo el corazón.

Existían ventajas, claro. Como que el gimnasio era techado y jamás hacía calor o frío, contaba con un ambiente perfecto. La ducha después de la clase era deliciosa y templada. Los chicos usaban unos shorts tan ajustados que me hacían fantasear con sus perfectos traseros. Pocas ventajas, pero bien contadas.

Detuve mi movimiento, respirando de forma agitada, posé mis manos en mis rodillas y trataba de tomar todo el aire, me era imposible.

Veía tenis pasándome de largo y algunos me empujaban en el proceso. ¿Acaso no se daban cuenta de que estaba pensando en mi testamento? Moriré con esta maldita clase.

Levanté la cara y me enderecé, lista para correr de nuevo. Respiré profundo y avancé. Un paso, dos pasos, tres pasos, me tropecé con una roca.

-   ¡Vega! – me gritó el entrenador. - ¡Dos vueltas más!

-   ¡Casi me rompo el pie!

-   ¡Entonces cuatro más!

Grité fuerte y me levanté. Corrí directo a los vestidores, no correría otras cuatro vueltas. Mi corazón estaba latiendo super rápido y sentía los pulmones en la garganta. Cuando me posicioné en la entrada del vestidor escuché al entrenador.

-   ¡Vega, las vueltas! – soltó, al mismo tiempo que levantaba del piso a otro de mis compañeros.

-   ¡Luego se las repongo!

Sin más, entré y agarré mi mochila. Me acerqué a la primer regadera disponible, disfrutando de un merecido baño.

Al terminar y dejar mi ropa deportiva en el cesto de la ropa sucia, salí para moverme a mi casillero, la clase de química me esperaba.

54, 05, 43. El candado se abrió, dejando mis libros al descubierto y mi cámara colgando desde un ganchito especial. Saqué todos los libros para mis siguientes dos clases y guardé mi saco del uniforme, quedando con la típica playera negra y el pantalón de mezclilla que exigían en el "instituto".

Me costaba tanto decir instituto y no preparatoria algunas veces. Desde que llegué a España hace tres años, porque mis padres tuvieron la gran idea de que su hija menor estudiara en otro país, había palabras que me costaba mucho decir o cambiar.

Mi hermano, Calvin, que se mudó hace unos quince años, me recibió con cariño, junto con su esposa Alba y la pequeña Sonia, mi sobrina. Mis padres decidieron quedarse en México y yo terminé mi secundaria acá, cursando ahora la preparatoria. Extrañaba México, sobre todo la gastronomía, agradecía que mi madre me enseñara un poco sobre la cocina, lo que me daba la oportunidad de consentirnos algunas veces.

-   Joder, Colin. – la voz de Amaia, mi mejor amiga, me regresó a la tierra. – Llevo más de cinco minutos hablándote. ¿Puedes dejar de ver la taquilla?

-   Perdona.

Cerré el casillero y juntas avanzamos al laboratorio de química.

Amaia era la típica princesita del lugar, su padre Ernesto Laguna, un importante político, donaba demasiado a la escuela, lo que le daba el estatus más alto. Después de algunos años, seguía en mi la pregunta de porque se juntaba conmigo y mi conclusión era siempre la misma. Como su prima favorita se casó con mi hermano, ella debía llevarse bien con la hermana menor del guapo y exitoso Calvin Vega.

Al llegar a la puerta del laboratorio Amaia entró corriendo para tener el asiento de hasta delante, no por ser una buena estudiante, sino porque yo lo era y siempre le pasaba los ejercicios de química.

Cartas a ClaraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora