Capitulo 9

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Maratón 1/3

Cristina fijó la mirada en el oscuro brillo de la caoba y en el humo caliente que subía de la pequeña taza de delicadas vetas azuladas. Cualquier cosa con tal de no mirar aquellos ojos que lo sabían todo.

—Usted ha practicado el giro de pelvis contra el colchón.
No era una pregunta.
Cristina inclinó su taza y bebió de un sorbo el amargo café. El líquido hirviente que se deslizó por su garganta no sirvió para contrarrestar el fuego abrasador que encendía su cara. Dejó la taza vacía sobre el plato y con cuidadosa precisión lo colocó sobre el sólido escritorio. Con determinación, alzó la cabeza y se encontró con su mirada.
—Lo he hecho.
Los ojos del Jeque Bastardo brillaban a la luz de la lámpara de gas.
— El placer es mucho mayor cuando una mujer está con un hombre.
Ella se negó a sucumbir ante su vergüenza. ¿Cómo lo sabe, lord Safyre?
—Porque el placer es mucho mayor cuando un hombre está con una mujer.
—Entonces ¿los hombres también practican rotando las caderas contra el colchón? —preguntó de manera cortés.
—No, taliba. Los hombres practican con sus manos
Se quedó sin aliento. Era inconcebible que él estuviera sugiriendo lo que ella pensaba. Le parecía inaudito que un hombre como él tuviera necesidad de...
— ¿Usted lo hace?
La pregunta se le escapó antes de poder contenerse.
No fingió malinterpretarla.
—Sí.
— ¿Por qué?
—Soledad. Necesidad. Todos queremos ser tocados, aunque sea por nuestra propia mano.
—Pero usted puede tener todas las mujeres que desee y en cualquier momento. No necesita depender de... —Sus mandíbulas se cerraron con fuerza.
—Recuerde lo que le he dicho, taliba —murmuró con suavidad—. Aquí, en mi casa, usted puede decir lo que quiera.
Cristina ya había hablado demasiado. Pero;.. en lugar de retorcerse de vergüenza, se sentía extrañamente liberada. Aquel hombre sabía más acerca de ella que cualquier otra persona... y no la juzgaba por conocer sus necesidades. Quizás incluso las compartiera, queriendo tocar, ser tocado...
Imposible. Una mujer como ella no tenía nada en común con un hombre como él. Si ella quería algo, lo analizaba. Si él quería algo, lo cogía.
Cristina cambió a otro tema más inofensivo del capítulo seis.
— El jeque le da gran importancia al beso.
—Ferame.
— ¿Disculpe?
— El jeque le da gran importancia a un tipo específico de beso, señora Maldonado. El beso para excitar a un hombre o a una mujer se llama ferame.
El beso en el que se usaban la lengua y los dientes.
—Me cuesta creer que un hombre muerda la lengua de una mujer, lord Safyre —dijo de manera contenida.
Pero lo podía imaginar.
Sombras desiguales atravesaban sus mejillas.
—La lengua de una mujer es como un pezón, puede mordisquearse y chuparse. Su boca es como la vulva, para ser lamida y penetrada. ¿Alguna vez ha tenido la lengua de un hombre en su boca?
Un relámpago estalló entre los muslos de Cristina. Imaginó la cara morena de Dionisio inclinándose hacia la de ella, besando, lamiendo y penetrando su boca con la lengua. Inmediatamente, la imagen fue reemplazada por su cara morena colocada entre sus piernas, besando, lamiendo y penetrando su vulva con su lengua.
Era una visión fascinante. Estremecedora. Provocó que su respiración se acelerara y su corazón se lanzara al galope.
Alonso era un hombre quisquilloso. No realizaría tal acto ni con una amante joven y hermosa.
— ¿Alguna vez ha tenido la lengua de una mujer en su boca?
— ¿Está usted eludiendo la cuestión, señora Maldonado? -preguntó lánguidamente.
—Sí—respiró hondo—. No, jamás he tenido la lengua de un hombre en mi boca —ni en ningún otro lado—. ¿Está usted evitando mi pregunta?
Usted ya conoce la respuesta.
Sí, conocía la respuesta. Probablemente había tenido lenguas en su boca que las que su cocinera había preparado para la cena.
Estudió las luces y sombras que marcaban sus altos pómulos y su nariz ligeramente ganchuda, tratando de evitar sus ojos y el magnetismo erótico de sus labios.
—Si un hombre fuera quisquilloso... y reticente a usar este tipo de beso, ¿cómo recomienda que una mujer... aborde el asunto?
—Haciendo esto. — El Jeque Bastardo levantó un largo y experimentado dedo y tocó la comisura de su propia boca.
Los labios de Cristina respondieron con un temblor. Los humedeció.
— ¿Quiere decir tocar su boca? ¿Pero en dónde?
—Tóquese, señora Maldonado.
—Prefiero que usted me muestre en qué lugar son sus labios más sensibles, lord Safyre.
—Esto es un experimento, señora Maldonado. Hay un motivo por el cual le sugiero que haga esto.
—Entonces, si es un experimento, tal vez sea yo quien deba explorar sus labios.
La lámpara de gas parpadeó, llameó vivamente.
No podía creer lo que acababa de decir y que seguía, sonando en su oídos.
Él entrecerró los ojos, como si tampoco pudiera creer lo que había oído.
Un repentino crujido de madera rasgó el silencio. Cristina desvió la mirada de los ojos verdes hacia un botón de marfil. Él rodeó el escritorio con pasos silenciosos mientras ella continuaba mirando fijamente el lugar en donde, si no fuera por aquel arrebato suyo, él seguiría sentado.
Dionisio se colocó delante de ella, bloqueando la luz de la lámpara. Cristina podía sentir el roce de sus pantalones marrones de gamuza contra el vestido de terciopelo gris oscuro que cubría sus rodillas.
La tela que cubría su entrepierna estaba abultada, como si estuviese estirada sobre algo muy grande y muy duro.
Cristina echó la cabeza hacia atrás. La luz que resplandecía detrás del Jeque Bastardo delineaba su cabello como si tuviera un halo de oro brillante sobre su cabeza. Lucifer momentos antes de la caída.
—Estoy a su disposición, taliba.
Campanas de alarma chocaron y repicaron dentro de su cabeza.
Jamás había visto a un hombre y quería verlo.
Jamás había besado a un hombre y también quería besarlo.
—Usted prometió que no me tocaría. —Casi no podía reconocer su propia voz.
—En esta sala, sí.
Su voz era perfectamente reconocible.
Cristina recordó el pánico que había sentido sólo unas horas antes, frente a un hombre que había amenazado con matarla con un revólver. También se acordó del miedo que había pasado cuando atravesaba las calles de Londres, tropezando a cada instante con las farolas. Rememoró igualmente el temor que había sentido desafiando a su esposo después de que hubiera llamado al comisario porque ella le había causado una molestia.
No quería morir sin tocar alguna vez a alguien que no fuera a sí misma.
Empujando hacia atrás la silla de piel, se levantó.
Su cabeza le llegaba al hombro de Dionisio . Estaba demasiado cerca. Podía sentir el calor de su cuerpo y casi el latido de su corazón.
—Usted... usted es demasiado alto.
Inmediatamente él se apoyó en el borde del escritorio.
Sus ojos alcanzaron casi la misma altura que los de ella y su mirada permaneció imperturbable. Sus rodillas estaban abiertas de modo que Cristina podía dar un paso y ponerse entre ellas... si se atrevía.
Se atrevió.
El espacio entre sus piernas emanaba calor. Cristina observó su boca, agradecida de tener una excusa para escapar a la intensidad de sus ojos.
Jamás había examinado los labios de un hombre. Nunca se había dado cuenta de lo mucho que se asemejaban a una obra maestra de escultura, como si estuvieran cincelados en la carne, el labio superior marcado y pequeño, el inferior más carnoso y suave. Lentamente y vacilando, extendió un dedo y rozó el labio inferior, sensualmente redondeado.
Una descarga eléctrica recorrió su cuerpo.
Dionisio echó la cabeza hacia atrás. Rápidamente, ella retiró su mano.
—Lo siento. Lo siento mucho. No quería...
—No me ha lastimado, taliba. —Su aliento olía a café y a azúcar, olores familiares, calientes, exóticos, como él mismo. Un mechón de cabello rubio como el trigo cayó sobre su frente—. Los labios de un hombre son tan sensibles como los de una mujer.
—Pero si son tan sensibles —intentó que su respiración fuese regular, pero no lo logró—, ¿cómo pueden dos personas soportar sus besos mutuos?
Su rostro oscuro se tranquilizó. El halo dorado que iluminaba su cabello ardía y menguaba de manera alternativa.
—Su esposo jamás la ha besado —dijo sin inflexión en su voz.
Cristina se mordió el labio inferior, intentando mantener la relación con su marido en secreto.
¿Qué pensaría el Jeque Bastardo si supiera que Alonso nunca había tenido ni el más mínimo deseo de besarla?
Ni vals, ni sexo, ni besos. Ni unión.
—La verdad, señora Maldonado.
Ya no sabía lo que era la verdad.
Alzó su barbilla.
—Lo hizo una vez. Me besó cuando el pastor nos declaró marido y mujer.
La burla que esperaba no llegó.
—Pase la lengua por los labios.
-¿Qué?
— El propósito de un beso es el mismo que el del coito, provocar humedad para que los labios se muevan con mayor fluidez sin irritarse, así como las caricias del hombre estimulan la humedad en la vulva de una mujer para que su miembro pueda entrar y salir más fácilmente de su cuerpo.
Cristina no había estado húmeda cuando Alonso había ido a su cama.
Las largas y oscuras pestañas del Jeque Bastardo se agrupaban en gruesos picos. Ella se concentró en eso en lugar de pensar en el húmedo calor que se estaba acumulando entre sus muslos.
— ¿Es doloroso para un hombre que una mujer no esté... húmeda?
—Sí, aunque tal vez no sea tan doloroso para el hombre como para la mujer. Una vagina puede dañarse fácilmente, como un pedazo de fruta madura. Se debe tener cuidado al poseerla, acariciarla...
Instintivamente, Cristina se pasó la lengua por los labios con su saliva caliente y fluida.
Los ojos de Dionisio brillaban de satisfacción.
—Ahora, toqúese los labios... pase su dedo por encima de ellos... con suavidad.
Los labios de Cristina estaban húmedos y brillantes; los delicados tejidos dentro de su boca latían al ritmo del pulso que palpitaba en la yema de su dedo. Le miró fijamente a los ojos, azules o verdes; cuanto más miraba en su interior, mejor podía distinguir diminutas chispas de distintos colores.
—Pásese la lengua por el dedo.
Le obedeció sin vacilar. —Ahora toque mis labios.
Lenta, muy lentamente, volvió a extender su dedo. Esta vez la sensación fue menos eléctrica, más sensual, como si tocara seda mojada. El calor subió a la superficie, estimulado por la tersura escurridiza de su dedo.
—Su labio superior no es tan sensible como el inferior. —Su voz era apagada—. ¿Sucede lo mismo en todos los hombres?
—Tal vez. —Su voz sonó caliente y húmeda, abrasando todo su dedo.
Alzó su mano izquierda y tocó su propio labio superior mientras tocaba el de él, deslizando y acariciando los bordes, las comisuras. El labio de Dionisio tembló, el de ella también, tan sensibles. Jamás había pensado que los labios podían ser tan sensibles.
Con curiosidad, intentando controlar la respiración, exploró el borde interno de la boca de él. Nunca había sentido algo tan suave o terso. Al mismo tiempo, examinó el borde interior de su propia boca, perdida en la sensación, la textura de las pieles, el calor espinoso que recorría sus labios y las yemas de sus...
Un calor mojado brotó de repente entre sus piernas y con la punta de su dedo rozó la lengua de él.
Retiró la mano con fuerza. Dios mío, ¿qué estaba haciendo?
— ¿Hombres y mujeres besan del mismo modo? —preguntó bruscamente, cerrando sus manos y poniéndolas a ambos lados de su cuerpo. Él había prometido no tocarla; tal vez él debiera haber exigido lo mismo de Cristina—. Quiero decir... ¿existen cosas que un hombre puede hacer y una mujer no y viceversa?
—Ésa es la belleza del sexo, señora Maldonado. Un hombre y una mujer son libres de hacer cualquier cosa que le dé placer al otro.
Sus labios brillaban con la saliva; parecían hinchados, como si Cristina los hubiera lastimado. Eva maltratando el fruto prohibido.
Cristina dio un paso atrás y tropezó con la silla de cuero, que salió disparada hacia atrás.
Mortificada, cogió rápidamente sus guantes y su bolso, que se habían caído en la alfombra.
—Por favor, discúlpeme. Parece que hoy estoy especialmente torpe. Debería volver a casa...
La sombra del Jeque Bastardo se proyectó tras ella. Algo tocó la parte de atrás de sus piernas... la silla.
—Siéntese, señora Maldonado.
Cristina se sentó, un ruido opaco y sin gracia sonó por el efecto del roce del cuero y su polisón.
Como si no hubiera sucedido nada indecoroso, Dionisio volvió a su posición detrás del escritorio de caoba.
— El jeque describe cuarenta posturas favorables al acto del coito.
—Sí. —Podía sentir los latidos de su corazón... en sus labios, entre sus piernas, en sus pezones.
— ¿Ha tomado usted notas?
—No. —Había estado demasiado ocupada leyendo y palpitando de deseo.
Dionisio abrió el cajón superior del escritorio y sacó la pluma de oro. No tuvo más opción que cogerla... y recordar cómo había comparado su propia pluma con la de él. Y cómo había deseado aquel pequeño consuelo.
El Jeque Bastardo empujó un grueso montón de papel blanco sobre el escritorio, reluciente como un espejo, junto con el tintero de bronce.
—Tome notas, señora Maldonado.
En otro momento se hubiera ofendido ante aquella orden; ahora estaba agradecida de tener otra cosa en la que ocuparse que no fueran los latidos de deseo que recorrían todo su cuerpo.
—A menos que uno tenga afición por la acrobacia, sólo hay seis posturas que un hombre y una mujer pueden emplear. Una mujer puede acostarse sobre su espalda con sus piernas levantadas a varios niveles o no; puede acostarse de lado; puede acostarse sobre el estómago o arrodillarse con las nalgas en alto...
Nalgas en alto... como los animales.
—Ella puede estar de pie; puede sentarse, y si se sienta, el hombre puede acostarse de espalda o sentarse también.
Vientre con vientre, boca con boca.
Apretó la gruesa pluma de oro entre sus dedos y miró hacia la tinta negra que se deslizaba por el blanco papel.
— ¿Cuál es la posición más cómoda para un hombre?
—Si un hombre está cansado, preferirá acostarse sobre su espalda y dejar que la mujer monte sobre sus caderas.
Rekeud el air, «la carrera del miembro», como si el hombre fuera un corcel.
Intentó imaginar a Alonso recostado mientras ella montaba sobre él... y no pudo.
— ¿Ha poseído usted a una mujer en todas las posturas, lord Safyre?
—Las cuarenta, señora Maldonado.
Las cuarenta vibraron en las profundidades de su cuerpo. Como si tuviera vida propia, la punta de metal garabateaba una línea oscura de palabras sobre el papel.
— ¿Cuál es su posición favorita?
Un súbito suspiro se oyó por encima del latido del corazón de Cristina. No sabía si provenía de él... o de ella.
—Soy partidario de varias. —La voz del Jeque Bastardo se volvió más profunda—. Mis posturas favoritas son aquellas en las cuales puedo tocar los pechos y la vulva de una mujer. ,
Besando. Chupando. Lamiendo. Tocando. Poseyendo. — ¿Y la que menos le gusta?
—Aquella que no satisfaga a la mujer. Cristina alzó la cabeza súbitamente.
—¿Por qué no habría de quedar satisfecha una mujer con usted?
El Jeque Bastardo echó la cabeza hacia atrás y fijó la mirada en el techo, como si no pudiera soportar verla. Por qué no habría de quedar satisfecha una mujer con usted resonó dentro de su cabeza.
Cristina enderezó la espalda sin la ayuda del corsé. ¡Qué mujer tonta e impúdica debía considerarla él!
—Tal vez la penetre demasiado profundamente. —Las duras palabras iban dirigidas al techo—. O tal vez no la embista con suficiente profundidad. Una mujer que no está acostumbrada al juego sexual o que se ha abstenido durante algún tiempo sentirá dolor si alzo sus piernas sobre mis hombros.
Cristina se olvidó de tomar notas. Se olvidó de que él era un bastardo y ella la esposa del ministro de Economía y Hacienda. Se olvidó de todo excepto del hecho de que él era un hombre que estaba compartiendo con ella sus reflexiones más íntimas.
Bajó la cabeza. En su rostro se formó una composición de luces y sombras.
—Por otro lado, una mujer que ha dado a luz a dos hijos requerirá una mayor penetración para lograr el climax. Sentirá placer cuando presione y empuje contra su vientre, golpeando para entrar. No le importará que yo sea un bastardo árabe. Sólo alcanzará verdadera satisfacción bajo mis caricias.
Cristina había dado a luz a dos hijos.
Evidentemente, el humo de la madera y los gases de la lámpara le habían nublado la mente. Un hombre como él no tendría interés en una mujer como ella.
—¿Por qué se marchó de Arabia, lord Safyre?
Las nítidas facciones de su rostro se endurecieron
—Porque fui un cobarde, señora Maldonado.
Cristina había escuchado muchos rumores sobre el Jeque Bastardo; la cobardía no estaba entre ellos.
—No lo creo.
Él ignoró su resistencia a creerle.
—Usted no es una mujer cobarde. Usted no ha huido del dolor de la traición. Usted está tomando el control de su vida. Yo no lo hice.
Un jeque bastardo no debía sentir tanto dolor.
—Usted tuvo el coraje de dejar Arabia y comenzar una nueva vida.
—No me fui de Arabia; mi padre me desterró.
Cristina jamás había visto tanto abatimiento en los ojos de un hombre.
—Lo más seguro es que usted no le entendiera bien.
—Le aseguro, señora Maldonado, que no hubo ningún malentendido.
— ¿Cómo lo sabe? ¿Alguna vez volvió...?
—Jamás volveré.
Pero lo deseaba. Lo podía ver en sus ojos, sentir cómo resonaba en su cuerpo.
—Usted no es un cobarde —repitió ella con firmeza.
Una sonrisa iluminó su rostro, borrando las sombras, llenándolo de luz.
—Tal vez no lo sea, señora Maldonado. Al menos, no en este momento.
— ¿Son hermosas las mujeres del harén?
—Yo solía creer que sí.
— ¿Cómo disfrutan ellas?
—Con lo que el hombre disfrute.
No podía ser. —¿Acaso no tienen preferencias personales?
—Como usted, señora Maldonado, su principal interés es satisfacer... a un hombre.
Daba la impresión de que la idea le resultaba intolerable. Si un hombre como el Jeque Bastardo no podía ser seducido por su propio deseo, ¿cómo podría tentar a su esposo alguna vez?
— ¿Acaso no es eso lo que quiere un hombre...? ¿Que una mujer anteponer el deseo masculino al suyo propio?
—Algunos hombres. A veces.
— ¿No es eso lo que usted desea?
—Le diré lo que deseo, taliba —dijo con voz ronca.
Ella había ido demasiado lejos.
—Ya me ha dicho lo que usted desea, lord Safyre. Una mujer, dijo usted.
—Una mujer caliente, húmeda, voluptuosa, que no tenga miedo a su sexualidad ni vergüenza de satisfacer sus necesidades.
Inclinándose, colocó la pluma de oro sobre la fría madera del escritorio... pero él la cogió de entre sus dedos. El Jeque Bastardo se echó hacia delante en la silla con la pluma estirada entre sus dos manos suavemente morenas, doce centímetros de oro puro.
Cristina volvió a enderezarse, pero fue demasiado tarde; sus ojos se encontraron con los de Dionisio .
— El jeque escribe acerca de seis movimientos que un nombre y una mujer practican durante el coito. El sexto movimiento se llama tachik el heub, «encerrar el amor», El jeque asegura que es el mejor para una mujer... pero es difícil de lograr. Un hombre debe embestir con su verga tan profundamente dentro del cuerpo de ella que el vello púbico de ambos queda enredado. Él no puede salir ni un centímetro, ni siquiera cuando la mujer lo agarra más fuerte que con un puño y sus testículos sufren por liberarse. El único miembro que puede introducir es su lengua, dentro y fuera de su boca, mientras aplasta su pelvis contra la de ella, dok, comprimiéndose repetidamente contra su clítoris hasta que ella alcanza el climax una y otra vez
De la misma forma que ella había apretado su pelvis contra el colchón.
Un líquido caliente humedeció sus muslos. Observó, fascinada, como él cerraba el puño con la mano izquierda y deslizaba la pluma dentro de una envoltura formada por sus dedos hasta que sólo sobresalía entre su piel oscura la punta dorada redondeada.
La vio examinándole; Cristina sabía que él se había dado cuenta y, sin embargo, no podía mirar para otro lado.
—Al permitir que la mujer alcance el orgasmo —rotó la pluma de oro en círculos dentro de su puño—, propicio que ella haga lo mismo conmigo.
— ¿Alguna vez ha realizado este... —sonaba como si hubiera subido las escaleras corriendo— sexto movimiento?
El grueso cilindro de oro se deslizó fuera de sus dedos, lentamente, centímetro a centímetro, como si la vagina de la mujer estuviera luchando por atraerlo nuevamente a su interior.
Cristina apretó sus muslos con fuerza, sintiendo esa atracción en lo más íntimo de su propia carne.
— ¿Alguna vez ha visto a un hombre, señora Maldonado?
Cristina apartó su mirada bruscamente del imán de la pluma de oro; sus ojos estaban esperando a los de ella, calientes, brillantes, sabiendo exactamente lo que estaba haciéndola sentir.
—No.
— ¿Le gustaría hacerlo?
El oxígeno del salón no fue suficiente para llenar sus pulmones.
¿Cuál era exactamente su pregunta?
¿Le gustaría ver a un hombre? ¿O le gustaría verlo a él?
Cristina se pasó la lengua por los labios; él también se dio cuenta de eso.
—Sí, lord Safyre, me gustaría ver a un hombre.
Dionisio se puso de pie.
La mirada de Cristina se posó en el centro de sus muslos. Los pantalones de gamuza marrón se habían ahuecado, como si dentro se hubiera erigido una carpa de circo.
Se acercó un poco más...
—Es hora de marcharse, señora Maldonado.
Cristina recordó el desaire del baile de los Whitfield, y se preguntó si él habría notado un pinchazo de dolor por aquel rechazo tal y como ella lo sentía ahora.
Sintió que la vergüenza la consumía. Él había compartido con ella sus conocimientos y ella lo había rechazado.
Enderezó los hombros y se levantó, apretando los papeles, su bolso y sus guantes.
—Espero que pueda disculpar mi conducta en el baile, lord Safyre.
Sus disculpas fueron recibidas con frialdad.
— ¿De qué conducta habla, señora Maldonado?
—No quise... —Sí, su intención había sido desairarlo. Había visto la desaprobación en la mirada de su madre y había actuado automáticamente para evitarla—. Le dejé plantado.
— ¿Bailaría de nuevo conmigo?
Bailar con un bastardo. Sus pechos contra su pecho, sus muslos contra sus muslos, girando y dando vueltas, inmune a los buenos modales y a las realidades feas y odiosas. El era un hombre que no pertenecía ni a Oriente ni a Occidente; ella era la esposa de un hombre que prefería la cama de su amante a la de ella.
Sería un honor.
Una sonrisa torció su boca. Me pregunto, señora Maldonado, ¿dónde está su esposo?
Su columna se puso rígida.
—En casa —mintió. O tal vez no—. En su cama.
En donde debería estar ella.
— ¿Está segura, señora Maldonado?
—Usted me ha mentido, lord Safyre —repuso ella—.
Usted sabe quién es su amante.
—Yo no he mentido, taliba. No lo sé. Simplemente quería comprobar si usted lo sabía.
—Usted no cree que yo sea capaz de seducir a mi esposo, ¿no es cierto?
Por fin. Lo había dicho.
—No lo sé.
Cristina alzó la cabeza. No lo sé era mejor que no.
— ¿Tal vez usted subestime sus habilidades como tutor?
—Tal vez usted subestime a su esposo.
Todo el deseo contenido explotó en furiosa frustración.
—Esto no es un juego, lord Safyre. Usted me ha dicho que aunque lo llamen bastardo o infiel usted sigue siendo un hombre. Pues yo soy una mujer y mis opciones son pocas. Debo hacer que mi matrimonio funcione porque es todo lo que tengo.
Se le llenaron los ojos de lágrimas.
Odiaba las lágrimas. Durante treinta y tres años habían sido su única forma de protesta, ahogando su soledad en una almohada.
—Váyase a casa, señora Maldonado. —Sus ojos verdes eran inescrutables—. Tiene ojeras. Duerma un poco. Mañana discutiremos los capítulos siete y ocho.
—Está bien.
El papel no era suyo. Lo colocó casi sin darse cuenta sobre el escritorio y se dio la vuelta, procurando no tirar la silla e intentando ocultar las emociones que parecían apoyarse frágilmente sobre sus hombros.
—Señora Maldonado.
Por un instante, Cristina pensó en abrir la puerta, salir y volver a ser la persona segura y libre de culpa que había sido la semana anterior. No tenía valor, estaba desesperada.
—¿Qué?
—Regla número cinco. Toqúese el cuerpo y encuentre los lugares más sensibles. Acuéstese sobre su espalda, doble sus rodillas y practique las mismas rotaciones que practicó contra el colchón.
— ¿Aprenderé con ello a darle placer a mi marido, lord Safyre? —preguntó con dureza.
—Aprenderá a darle placer a un hombre, señora Maldonado.
¿Por qué separaba a los dos como si Alonso no fuera un hombre?
¿O como si no creyera que Cristina fuera capaz de satisfacer a su esposo... alguna vez?
—Muy bien.
—Ma'a e-salemma, taliba.
—Ma'a e-salemma, lord Safyre.
Cristina abrió la puerta y se encontró de frente con el mayordomo árabe.

El tutor (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora