Las arañas resplandecientes inundaban de luz un mar de fracs negros y trajes de colores brillantes. Telas de seda, tul y terciopelo despedían una mezcla de benceno, perfume concentrado y sudor corporal. Cristina se tambaleó, ligeramente mareada por la falta de aire y de sueño.
-Como todos sabemos, los fondos que se recauden en esta subasta alimentarán y vestirán a mujeres y niños sin hogar cuyos valientes y heroicos esposos e hijos perdieron sus vidas en África, luchando por proteger la libertad de la Commonwealth.
Aplausos entusiastas acompañaron la estratégica pausa del primer ministro. Cristina se concentró en el hombre que estaba de pie en la tarima colocada frente a los músicos, que esperaban pacientemente con sus instrumentos, desviando su atención de la masa sofocante de cuerpos que se arremolinaban a su alrededor.
El cabello de Andrew Walters era más plateado que azabache, sus ojos color avellana brillaban con aquella fascinación que siempre ejercía ante el público. No tenía más que verle para verse a sí misma veintisiete años más tarde.
De manera desenvuelta y experta, levantó sus pequeñas y delgadas manos para pedir silencio.
-Para agradecerles sus contribuciones humanitarias hemos organizado un bufé y un baile. Pero primero permítanme hacer un paréntesis. Como ustedes saben mi hija me ha dado dos maravillosos nietos: futuros primeros ministros.
Carcajadas masculinas y risitas femeninas flotaron en el aire en torno a Cristina.
-Bueno, bueno, no se rían. Ahora son jóvenes, pero ya crecerán y ocuparán sus puestos. Y eso, por supuesto, me lleva a mi yerno. ¡Señoras y señores, permítanme presentarles a su próximo primer ministro, Alonso Maldonado, ministro de Economía y Hacienda!
El aplauso fue atronador. Alonso saltó con flexibilidad a la tribuna colocándose junto a Andrew y levantó ambos brazos.
Cristina jamás lo había visto tan guapo. Su pálido rostro estaba sonrojado; sus ojos brillaban. Era como si los acontecimientos de aquella mañana jamás hubieran sucedido.
-Mi suegro se precipita un poco. Todavía le quedan muchos años como primer ministro. Pero mi mayor ambición es seguir sus pasos. Cuando llegue el momento, y si Dios lo permite, únicamente espero ser digno de semejante cargo. Más aplausos mientras Alonso los dirigía hábilmente, acrecentándolos o disminuyéndolos.
-Y ahora me gustaría darles las gracias a las dos mujeres de mi vida. Una me ha dado a mi esposa y la otra a mis dos hijos, a quienes prepararé para seguir mis pasos como Andrew Walters me ha aleccionado a mí para seguir los suyos. Señoras y señores, les presento a la señora Rebecca Walters, mi suegra, y a la señora Cristina Maldonado, mi esposa. ¡Sin el trabajo y la devoción de ambas, la subasta y baile de hoy no habrían sido posibles!
Cristina sintió que se le contraía el estómago. Alonso era un mentiroso y un hipócrita: no tenía ningún interés en sus dos hijos. Sintió que no podía hacerlo. Él no podía pretender que ella subiera y hablara en su favor después de todo lo que le había dicho.
Pero al final no tuvo opción. Manos bienintencionadas la empujaron hacia delante. Rebecca subió por la izquierda de Andrew; Cristina se situó entre su padre y Alonso con reticencia, quienes con cada palabra, con cada movimiento estratégicamente planeado, buscaban obtener apoyo político.
Rebecca dio su discurso. Sus palabras, ligeramente cambiadas para lograr mayor espontaneidad, tenían el mismo significado, que su mayor placer era ser la mano derecha de su esposo y que esperaba poder dedicarse muchos años más al servicio de la comunidad. Le siguió un aplauso cortés y comedido.
Cristina se pasó la lengua por los labios, de repente más secos que el polvo de arroz, y miró hacia los cientos de pares de ojos que la observaban expectantes. Todas las líneas que había practicado se borraron de su mente. Se río, una risa nerviosa, quebrada, que no podía confundirse con otra cosa que lo que era.
-Pues... mi familia es muy difícil de seguir.
Algunas carcajadas, luego risas nerviosas.
-No estoy segura de que mis dos hijos sean conscientes de que les espera el cargo de futuros primeros ministros, pero les aseguro que les será comunicado. Quizás el decano sea menos estricto la próxima vez que hagan mal un exámen, sabiendo que el futuro de Inglaterra está en sus manos.
Más carcajadas, más risitas nerviosas, aplausos aquí y allí.
Cristina podía sentir las oleadas amenazantes de desaprobación que emanaban de su padre y de su esposo. O tal ver fuera el calor que surgía de las lámparas resplandecientes.
Tenía que decir que pensaba que cuando llegara el momento Alonso sería un fantástico primer ministro y que estaría encantada de estar a su lado. No podía hacerlo.
-Gracias por su apoyo. Y gracias por sus generosas contribuciones.
Los dedos de Alonso, cubiertos con un guante de seda blanca, aferraron dolorosamente la mano derecha de Cristina. Los dedos de su padre, igualmente fríos a través del guante, agarraron su izquierda. La mano derecha de su madre, lo sabía por experiencia, estaría sujetando la izquierda de Andrew, una familia unida a los ojos del electorado. Cristina y Rebecca hicieron una reverencia; Alonso y Andrew se inclinaron.
Se preguntó qué dirían los votantes si supieran que su querido ministro de Economía y Hacienda había engendrado fríamente una familia para contar con sus votos. También se preguntó si sus padres la habrían concebido a ella por la misma razón. Y no dudó ni por un instante de que había sido así.
Enderezándose, se dio cuenta de que era la primera vez que había hecho una reverencia frente al público sin temor a tropezar con el dobladillo de su vestido. El ligero sentimiento de satisfacción que sintió al pensarlo se paralizó bajo la mirada fija de un par de ojos verdes.
El pánico creció dentro de su pecho. El pánico... y el recuerdo del falo de cuero duro en el hueco de los dedos fuertes y oscuros.
Cristina hizo lo que siempre había temido que sucediera al soltar las manos y perder el equilibrio. Tropezó. Inmediatamente, la cadena de manos se rompió; el primer ministro descendió de la tarima para dar la mano a los votantes que aplaudían, mientras Alonso ayudaba a Cristina con disimulo.
Su torpeza fue camuflada con tanta gracia que pareció haber sido deliberada. Nadie se enteró de que había tropezado, salvo su padre, su esposo... y el Jeque Bastardo.
- ¿Estás bien, Cristina? -La voz de Alonso sonaba extrañamente solícita; sus ojos castaños eran del color del río Támesis cuando se congelaba en la mitad de su curso.
Cristina se apartó de él.
-Sí, gracias, Alonso. Por favor, no quiero que descuides a tus votantes.
Sonrió.
-No lo haré.
Los músicos se movieron impacientes; estaban ansiosos por comenzar a tocar y terminar cuanto antes con la velada. También lo estaba Cristina. Levantando la cola de su vestido para evitar mayores contratiempos, descendió de la pequeña plataforma de madera.
El público de votantes de clase media se apartó de la tarima. El Jeque Bastardo no estaba por ningún lado.
¿Lo había imaginado?
-Esperaba algo mejor de ti, Cristina.
El sonido de un violín afinándose resonó estridente tras sus hombros desnudos. Cristina se dio la vuelta por completo.
El Jeque Bastardo estaba tan cerca que sus pechos rozaban las solapas de su traje negro.
El calor le hirvió la sangre.
- ¿Qué está haciendo aquí?
Un aliento caliente llegó a su rostro. El rostro oscuro que la miraba era hermético, el dorado de su cabello, un halo brillante.
He venido por ti.
Cristina sintió que el aire quedaba atrapado en su pecho. Aquella mañana le había dicho que no se había acostado con una mujer en seis días.
Por un minuto pareció que...
Tonterías. Ni siquiera su propio esposo la deseaba
-Me imagino que habrá recibido mi paquete. Si he estropeado el libro de alguna forma, estoy dispuesta a pagarle lo que corresponda.
Los ojos verdes eran tan duros como la piedra del mismo color.
- ¿Qué le has hecho a tu esposo?
Una escala de teclas en el piano introdujo un vals popular. Una ola de calor afloró a su espalda, hombres y mujeres que tomaban sus posiciones sobre la pista de baile.
No podía saber lo que había sucedido entre ella y Alonso. Nadie conocía su humillación excepto ella... y su esposo.
Sus labios estaban fríos y duros.
- ¿A qué se refiere?
-Te fuiste de mi casa caliente. Y acudiste a tu esposo para satisfacer tu deseo. ¿Hasta dónde llegaste antes de que te rechazara?
Ubres. Calentura.
Alonso la había comparado con una vaca, y el Jeque Bastardo hablaba de su pasión como si fuera un perro.
Lo que había sucedido aquella mañana con su esposo había resultado ser una trágica farsa. Ahora esto era una pesadilla. El Jeque Bastardo no sólo se había dado cuenta de lo fuerte que había sido su excitación cuando manipulaba el falo artificial, sino que además sabía que su esposo la había rechazado a causa de ella.
Sonrió como si estuvieran hablando de la subasta, el baile, la música o cualquier otra cosa menos del animal con el que la había comparado y de lo mal que Alonso la había hecho sentir.
-No sé de qué está hablando, lord Safyre. Si me disculpa, necesito ver si falta algo en el bufé.
Se dio la vuelta sin dejar de sonreír. Él hizo lo mismo.
-Entonces te acompañaré. Y me dirás qué cosas de las que te enseñé has intentado hacer con tu esposo.
Cristina continuó caminando, sonriendo a los grandes contribuyentes, pero asegurándose también de no discriminar a las personas menos acaudaladas que no estaban condiciones de hacer grandes donaciones.
- ¿Lo besaste?
-Disculpen -murmuró mientras intentaba pasar por el medio de una pareja mayor que olía a naftalina.
- ¿Metió su lengua dentro de tu boca?
Se preguntó cuánto tiempo más podía seguir sonriendo.
- ¿Agitaste y apretaste su miembro?
-Hola, señor Bidley, señora Bidley.
La pareja de mediana edad, no menos conservadora que la anterior, no oyó a Cristina por encima de la música. Ella deseó compartir su sordera.
Un vapor caliente rozó la parte superior de su cabeza.
- ¿Metiste su miembro en tu boca?
Como si tuvieran vida propia, sus pies se detuvieron en seco. Cerró los ojos ante las imágenes y sensaciones que aquellas palabras invocaban: la lengua de un hombre dentro de su boca, el miembro del Jeque Bastardo, una cabeza en forma de ciruela que pedía a gritos un beso.
No sabía que un hombre se humedecía con la excitación, lo mismo que una mujer. A Alonso no le había sucedido.
- ¿Cómo sabe que mi esposo me rechazó, lord Safyre?
-Por tu nota, Cristina.
Alonso pronunciaba su nombre con una cortesía distante.
Rebecca pronunciaba su nombre con fría autoridad. El Jeque Bastardo pronunciaba su nombre como si hubieran compartido una intimidad física y verbal.
-No le he dado permiso para dirigirse a mí por mi nombre. -Las lágrimas le aguijoneaban los párpados-
-No le he pedido que me faltara el respeto.
-Jamás te he faltado el respeto.
Cristina parpadeó para evitar que las lágrimas cayeran y levantó los ojos para encontrarse con su mirada verduzca.
-Entonces ¿cómo llamaría, lord Safyre, a indagar sobre mis actividades sexuales con mi esposo?
Su mirada dura e implacable no se inmutó.
-Sólo está respondiendo a mi pregunta.
-No, no besé a mi esposo. No agité ni apreté su miembro. No tomé su lengua ni ninguna otra cosa en mi boca. El no me desea, lo cual debiera dejarlo a usted satisfecho. Mi humillación ha sido completa. ¿No era lo que usted quería, humillarme por haberle chantajeado para entrar en su casa? Pues lo ha logrado. Le deseo lo mejor, señor.
Dolor. Por un segundo quedó reflejado en los ojos de Dionisio .
Ella no se quedó para ver si era una ilusión. Su propio dolor era lo suficientemente real para ambos.
Esta vez el Jeque Bastardo no la siguió.
Los hombres y las mujeres estaban dando vueltas alrededor de la mesa del bufé, hablando mientras comían langostinos glaseados, riendo mientras saboreaban el caviar, satisfechos con la sabrosa comida y la moralidad sin sexo. Cristina sonrió, saludó, habló, pero no pudo recordar ni una sola cosa de lo que se dijo aquella noche.
Su madre hablaba con el encargado del servicio... estaban juntos de pie, Rebecca, regia con su traje de terciopelo azul real, el atento encargado vestido de seda marrón adecuado a su función. Cuando Rebecca vio a Cristina, le hizo una seña para que se acercara. Cristina se dio la vuelta y distraídamente sonrió a la persona que tenía más cerca.
Su sonrisa se paralizó.
-Baila conmigo.
Inmediatamente pensó en negarse.
Él era un bastardo. Un exótico pavo real, de piel oscura y cabellos dorados, rodeado del tipo de personas que no perdonaban, la clase media. Su filiación podría ser pasada por alto entre la élite. Pero no en un baile de beneficencia.
Cristina podía sentir que unos gélidos ojos verdes estaban observándola, juzgándola, y no tenía que darse la vuelta para saber que quien la observaba era su madre.
La mirada verduzca del Jeque Bastardo era velada; él esperaba que ella lo rechazara. Que lo juzgara y condenara como lo había hecho lord Inchcape. Como lo haría Rebecca Walters.
-¿Bailaría conmigo otra vez?
-Será un honor, lord Safyre.
Una llama verde chispeó en aquellos ojos. Dionisio también recordaba las clases, las confidencias compartidas. En silencio, la condujo a la pista. Tampoco ella dijo ni una palabra, se limitó a estirar el brazo y apoyar la mano izquierda sobre su hombro.
El calor de la mano enguantada de Dionisio ardía a través de su propio guante. La sostuvo mucho más cerca que los cuarenta y cinco centímetros reglamentarios, y le resultó placentero.
Un tibio aliento soplaba en su oreja. Aquello también era placentero. Caliente, íntimo, sensaciones que jamás sentiría.
No me tomaré el trabajo de irme a la cama contigo de nuevo solamente para que puedas acostarte con un hombre.
Oh, Dios. ¿Cómo podría vivir dieciséis años más con Alonso?
No importa lo que pase, quiero que me prometas algo.
Los codos rígidos de un hombre y de una mujer se clavaron en el hombro de Cristina. Con destreza, el Jeque Bastardo la hizo girar hacia un lado.
-Estás crujiendo, Cristina.
- ¿Disculpe?
-Tu corsé. ¿Cómo puedes respirar habiéndolo atado tan fuerte?
Sus labios se endurecieron. Emma, siguiendo sus órdenes, había atado el corsé más apretado que de costumbre. Para ocultar sus pechos como ubres y sus caderas flácidas.
- ¿Cómo puede usted bailar tan bien si no asiste a ningún baile?
Una risa ronca retumbó en su pecho.
-Hay bailes, taliba, y bailes.
- ¿En donde las mujeres danzan con los pechos al aire? -le preguntó mordaz.
-En algunos -replicó lánguidamente.
Parecía como si le gustara la idea de verla bailar con los pechos al aire rozándole el traje.
Imposible. Alonso le había dejado bien claro que una mujer con los pechos grandes no resultaba atractiva a un hombre.
- ¿Qué quiere que le prometa? -preguntó secamente.
-Quiero que me prometas que nunca olvidarás que tienes derecho a la satisfacción sexual.
Cristina se puso tensa.
-No estamos en Arabia, lord Safyre.
-Quiero que me prometas que nunca olvidarás que un hombre tiembla cuando está excitado... lo mismo que una mujer.
Intentó que sus cuerpos mantuvieran la distancia reglamentaria de cuarenta y cinco centímetros que exigían decencia para la posición de baile, pero la multitud se lo impidió.
-Quiero que me prometas que vendrás a mí cuando el dolor de estar sola sea demasiado grande.
Dejó de luchar contra eso. No cometeré adulterio, lord Safyre.
-El matrimonio es algo más que un montón de palabras pronunciadas en una iglesia. No puedes cometer adulterio si no estás casada de verdad.
-Tengo dos hijos.
-Tus hijos serán hombres en poco tiempo. ¿Quién te quedará entonces, taliba?
El dolor se retorció en su pecho.
- ¿Y a quién tiene usted, lord Safyre? -Le replicó tajante. -
-A nadie. Por eso sé que en algún momento el dolor será demasiado grande para que lo soportes tú sola.
Ya lo era.
-Usted lo tolera bastante bien.
-No tengo otro remedio.
-Y yo también.
-No, no es necesario.
-Entonces, ¿pretende que vaya a usted como una perra en celo?
Cristina no creyó que pudiera volver a escandalizarse a sí misma. Continuamente se estaba sorprendiendo.
-No te he llamado perra.
Cristina miró fijamente los gemelos de oro de su camisa.
-Ha dicho que estaba caliente.
-Calentura sexual.
Echó la cabeza hacia atrás y lo miró desafiante.
- ¿Existe diferencia?
Sus ojos verdes estaban inmóviles.
Existe una diferencia.
¿Cuál? ¿Cuál es la diferencia?
Dionisio se acercó todavía más, seda sobre seda, pecho sobre pecho... y también resultó muy placentero. Una prueba más de su naturaleza lasciva.
-Una perra toma sin dar.
Su voz era áspera. Todo lo que podía ver de su rostro era el perfil recortado de su mentón, la curva angulosa de sus mejillas y el ligero gancho de su nariz.
Recordó la tristeza de sus ojos aquel lunes por la mañana cuando ella le había pedido que le enseñara a darle placer a un hombre... y el aroma del perfume de mujer que traía prendido en el cuerpo.
-Deduzco que conoce a ese tipo de mujer.
-Conozco a ese tipo de mujer-asintió secamente.
-Pero un hombre y una mujer... ¿ambos pueden fundirse, no?
Esperó, aguantando la respiración, deseando que él le dijera alguna cosa, no, sí, que no se pudiera esperar nada más del matrimonio, pero tenía que haber algo más. De otra manera, no lo podía soportar.
-Creo que sí.
- ¿Acaso no está seguro?
-Ahora, sí. Sí, taliba, un hombre y una mujer pueden fundirse, dos cuerpos convertidos en uno solo.
-Conoce la identidad de su amante ¿no es así?
No era una pregunta.
De pronto, el cuerpo de Cristina se separó de él. Volvían a ser únicamente un hombre y una mujer bailando juntos el vals. No quería ver lo que él sabía y estaría escrito en su rostro. Apretó los ojos con fuerza.
La amante debía de ser muy hermosa para que el Jeque Bastardo estuviera tan seguro de que su esposo no se molestaría en acostarse con su mujer. Una puta muy, muy hermosa.
Hizo girar a Cristina levantando una ráfaga de aire caliente y seda vaporosa. Sus ojos se abrieron de golpe.
-Siba, Cristina.
Él lo sabía... y no se lo diría.
No pudo mantener a raya la amargura que se colaba en su voz:
-No considero honroso ocultar información que podría salvar un matrimonio.
-Algunas cosas sólo pueden creerse cuando se ven -respondió crípticamente, haciéndola girar una y otra vez hasta dejarla mareada-. Cuando estés lista para la verdad verás por ti misma quién tiene una aventura con tu marido.
La música finalizó con un golpe de teclas de piano. La lámpara de gas y la cara morena de Dionisio continuaban girando. Se agarró a él con fuerza para sostenerse.
Sus labios se torcieron en una sonrisa que no llegó a sus ojos.
-Estaré esperando, taliba.
Con suavidad, soltó sus dedos y dio un paso atrás. El gentío de bailarines se lo tragó.
¿Qué había querido decir con aquello de «estaré esperando»? Su nota había sido explícita: no habría más clases. Le había devuelto el libro. No podía haber más clases.
Cristina miró hacia el lugar en donde el Jeque Bastardo había estado sólo unos minutos antes. Su voz seguía resonando en su cabeza. Cuando estés lista para la verdad, verás por ti misma quién tiene una aventura con tu marido.
Dirigió la mirada a su alrededor frenéticamente. ¿Tenia su esposo una aventura con alguien conocido, alguien en quien confiaba?
La multitud se movió, acudiendo al bufé para volver a cargarse de la energía que el baile había agotado. Alonso estaba de pie con la cabeza inclinada hacia una jóven. Cristina estimó que tendría unos dieciocho años, un año más que ella cuando él la había desposado. La joven tenía el cabello rubio y un cuerpo delgado y ligero rodeado de un molesto polisón que continuaba creciendo tanto en tamaño como en popularidad.
¿Prefería Alonso el pecho plano y las caderas sin forma de una muchacha?
Un joven rubio se unió a Alonso. Tenía un gran parecido físico con la joven, sin duda era su hermano, tal vez un par de años mayor. Alonso levantó la cabeza y saludó al recién llegado.
Cristina pestañeó al observar la calidez de la sonrisa de su esposo.
-Señora Maldonado, queríamos agradecerle su ayuda por organizar una fiesta tan maravillosa. Puede estar segura de que apoyaremos a su padre y a su esposo.
Cristina apartó la vista de su esposo y se encontró con un par de ojos pálidos y saltones. Le llevó un segundo identificar a la señora alta y demacrada, y al hombre rechoncho y bajito que estaban a su lado.
-Señor y señora Frederik, muchas gracias por haber venido. -Cristina sonrió y tomó la mano de la mujer entre las suyas-. Su oferta por la figurita de porcelana ha sido muy generosa.
-No nos gusta la idea de que mujeres y niños estén pasando hambre, señora Maldonado -dijo el señor Frederik-. Sobre todo cuando sus hombres dieron su vida por nuestro país.
La sonrisa de Cristina se marchitó.
-Hay mujeres y niños en las calles que no tienen esposos o padres, señor Frederik. Ellos también necesitan nuestra ayuda.
Sus expresiones de desaprobación no auguraron futuras donaciones.
Cristina alejó sus pensamientos del Jeque Bastardo y de las mujeres desesperadamente pobres y los niños enfermos que sufrían a causa de la ignorancia de la gente
-¿Ha probado los camarones, señor Frederik? Son bastante buenos. Creo que están cocinados en jerez. Señora Frederik, qué hermoso vestido. Tiene que decirme quién es su modista.
El señor Frederik se aplacó con la comida y a la señora Frederik le encantaron las adulaciones de Cristina. Se sintió aliviada cuando su madre la apartó del grupo.
- ¿Qué estaba haciendo lord Safyre aquí? ¿Quién lo ha invitado? ¿Y por qué bailaste con él?
La sonrisa en el rostro de Cristina había desaparecido.
-No tengo ni idea de por qué estaba aquí. Tal vez sea votante del Partido Conservador.
-Es un liberal. Y un bastardo. No nos relacionamos con gente como él. Ni siquiera por las buenas causas.
Era la primera vez que Cristina escuchaba algo así. Había veces en que creía que su madre se asociaría con el mismísimo diablo con tal de favorecer la campaña.
-Discúlpame, madre. No sé qué ha venido a hacer.
He venido por ti.
La sangre caliente inundó el rostro de Cristina.
- ¿Por qué has bailado con él?
Porque quería saber qué se siente cuando dos cuerpos se funden en uno solo.
-Porque me lo pidió -dijo en voz baja.
-Esta es la segunda vez que bailas con él, hija. Incluso tú debes estar al tanto de su reputación.
Cristina observó a su madre con mirada tranquila. ¿Crees que lord Safyre está intentando seducirme?
Los ojos verdes esmeralda de Rebecca brillaron.
No seas ridícula. Evidentemente, está intentan boicotear nuestra causa. Es plenamente consciente de que si te ven bailar con alguien como él, repercutirá de forma negativa sobre tu padre y tu esposo. Los liberales quieren un primer ministro conservador.
Cristina ignoró el dolor que le provocaba el desprecio de su madre:
- ¿Es tan inconcebible que un hombre pueda bailar conmigo porque me encuentre atractiva?
- ¿Te parece él atractivo a ti? -La voz de su madre era afilada como un dardo.
-Sí. ¿A ti no?
Por primera vez en su vida, Cristina había logrado escandalizar a su madre, tapándole la boca.
La sorpresa se disipó rápidamente, reemplazada por la aversión:
- ¿Estás flirteando con ese hombre, Cristina?
Un enorme cansancio se fue apoderando de Cristina a medida que se evaporaban la excitación por la persecución a la que había sido sometida por el Jeque Bastardo y el calor que le había transmitido mientras bailaban.
-No. Como has dicho, un hombre como él jamás se interesaría por una mujer como yo.
Era una farsa en estado puro.
El hombre que debía atender solícitamente a sus necesidades se negaba a tocarla... mientras que el que podía conseguir a todas las mujeres que quisiera, la elegiría por piedad.Continuará...
Nos vemos en el próximo capitulo xoxo
sean felices ❤️
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El tutor (Completa)
أدب الهواةHistoria de Cristina y Dionisio. Una alumna deseosa de aprender, un maestro de la seducción, una lección de placer.