Cristina miró distraídamente al hombre de mediana edad de patillas anchas y tiesas. Sin saber que era observado, alejó la silla para que la dama que lo acompañaba pudiera levantarse de la mesa frente a la que ocupaban Cristina y Rebecca. Su levita se balanceaba sobre la parte posterior de sus rodillas.
Una semana.
Había pasado exactamente una semana desde la primera clase de Cristina y Dionisio . Parecía que había transcurrido un año, cien años. Y aunque fingiera que nada había sucedido, sabía que no podía volver atrás y ser la misma mujer de antes.
—Cristina, no estás escuchando nada de lo que te digo. Te comentaba que irás al baile de la marquesa. Aunque es bastante antipática, hay que considerar que está emparentada con la realeza.
—Discúlpame, madre. —La excusa salió de forma automática. Mirando a Rebecca directamente a los ojos, Cristina se llevó la taza a los labios y tomó un sorbo del te frio e insípido. El súbito deseo de tomar un café turco caliente fue casi insoportable.
—Tú y Alonso cenaréis con los Hammonds esta noche.
No me tomaré el trabajo de irme a la cama contigo de nuevo solamente para que puedas acostarte con un hombre
Una náusea subió a la garganta de Cristina al recordar las palabras de Alonso, que, a pesar de sus vanos esfuerzos, no podía olvidar. Dejó cuidadosamente la taza sobre el platillo.
—Madre, me quiero divorciar.
Se oyó un estrépito, la taza de Rebecca. El platillo yacía sobre la alfombra de color rojo oscuro en donde había caído mientras el líquido y los fragmentos de porcelana delicadamente pintada se esparcían por el suelo.
Se hizo el silencio en el restaurante mientras la gente se giraba en sus asientos para ver qué había sucedido. Al instante, un camarero se apresuró a recoger los desperfectos. Cristina se daba cuenta perfectamente de la mirada de los demás. Pero todavía era más consciente del rostro paralizado de su madre.
De pronto, el maitre calvo se inclinó delante de Rebecca mientras colocaba sobre la mesa otra taza.
—Este camarero torpe —dijo, como si el hombre arrodillado en el suelo fuera responsable de la taza rota—.
—Por favor, espero que pueda disculparnos, madame. No volverá a suceder. ¿Desea tomar algo más? Sin cargo, por supuesto...
—Mi hija y yo no necesitamos nada más, gracias. —Rebecca no miró ni una sola vez al maitre. Sus ojos color esmeralda estaban clavados en Cristina—. Puede retirarse.
—Muy bien, madame.
El maitre se inclinó varias veces; en su brillante calva se se reflejaba la luz. El camarero reunió rápidamente la porcelana rota y limpió el té derramado sobre el suelo. Los ojos curiosos, al comprobar que nada interesante había sucedido, volvieron, dejando a Cristina y a Rebecca solas de nuevo.
Con tranquilidad, Rebecca estiró la mano para coger la tetera de porcelana y llenó su taza.
—Olvidaremos lo que has dicho, Cristina.
Cristina intentó tragar a pesar del nudo que se le había formado en la garganta.
—Soy una mujer, madre, no una niña. No quiero ser ignorada.
Rebecca apretó los labios, soplando delicadamente sobre su té antes de tomar un pequeño sorbo.
— ¿Acaso Alonso te pega, Cristina?
Los dedos de Cristina se aferraron espasmódicamente alrededor de su taza.
—No, por supuesto que no.
—Entonces no veo motivos para pedir el divorcio.
Respiró hondo, sufriendo por lo que iba a decir, pero después no hubo necesidad, porque aunque quisiera, ya no podía evitarlo.
—No ha venido a mi lecho desde hace más de doce años.
Rebecca volvió a colocar la taza sobre el platillo con un estrépito seco. El sonido retumbó una docena de veces en el restaurante, detrás de Cristina, a los lados, frente a ella.
—Las mujeres decentes darían gracias a Dios cada mañana y cada noche por la suerte que tienes.
Cristina hizo una mueca de dolor por las implicaciones que suponía el no ser «decente». Alzó la barbilla decididamente.
—Aun así, quiero el divorcio.
—Arruinarás lo que tu padre y tu esposo se han esforzado tanto por conseguir.
La furia luchaba con el remordimiento que las palabras de su madre le causaban. ¿Y qué hay de mí, madre? ¿Acaso no merezco nada? Se niega a venir a mi cama, pero al mismo tiempo tiene una amante. Yo... no está casi nunca en casa.
—Los hombres hacen lo que tienen que hacer. Tienes dos hijos, ¿qué más puedes pedir?
¡Un hombre!
Un hombre que la amara.
Un hombre que compartiera su lecho con ella y fuera un padre para sus hijos antes de que fueran demasiado mayores para necesitarlo o para que les importara tenerlo.
—Alonso vino a mi lecho cuando pensó que Richard se estaba muriendo.
Cristina intentó que el horror y la indignación no se colaran en su voz, pero no lo logró.
No me dio un hijo a mí, madre, o un nieto a ti, les dio una familia a sus votantes.
Rebecca levantó la servilleta y la apretó contra su boca para secarse.
—Poco importa la razón por la cual tu esposo te haya dado hijos, Cristina. El hecho es que tienes dos hijos sanos con todas sus necesidades cubiertas. ¿Cómo crees que les afectará tu decisión? Sufrirán. La sociedad en la que tan cómodamente viven los rechazará. Sus vidas quedarán arruinadas.
Cristina recordó el ojo morado de Phillip; el aspecto demacrado de Richard; las palabras de la condesa: No fue la comodidad la que me impulsó a enviar a mi hijo a Arabia, sino el amor.
—Ya están sufriendo.
—Hacemos lo que podemos con lo que tenemos, Cristina. Es todo lo que una mujer puede hacer.
No, no era todo lo que una mujer podía hacer. Una mujer no merecía que su cuerpo y sus deseos fueran ridiculizados.
Una mujer se debía a sí misma exigir fidelidad.
—Tal vez algunas mujeres. ¿Crees que papá me ayudará? ¿O debo buscar un abogado?
—Lo comentaré con tu padre cuando tenga tiempo
Como si las necesidades de Cristina fueran insignificantes frente a las necesidades del país.
¡Toda su vida había ocupado un segundo lugar! Sólo por esta vez...
Cristina respiró hondo.
—Gracias, madre. No puedo pedir más.
—Realmente debemos ir a ver al sombrerero. —Rebecca dejó caer su servilleta sobre la mesa, junto a su taza, y movió la silla levemente hacia atrás—. Quiero un sombrero nuevo para el discurso que tu padre dará este miércoles.
El maitre apareció de inmediato para ayudar a desplazar la silla de Rebecca. Se puso los guantes mientras Cristina se levantaba con dificultad, entorpecida en lugar de asistida por el maitre.
Cristina observó a su madre mientras alisaba las arrugas de sus guantes con calma, como si fuera lo más importante del mundo. Más importante que una hija. Más importante que un divorcio.
— ¿Cambiarías algo de tu vida, madre?
— ¿Alguna vez te dio papá un solo momento de éxtasis que no cambiarías por todos los días de tu vida?
Pero Cristina conocía la respuesta. La misma respuesta que ella misma habría dado si le hubiesen preguntado.
Rebecca hizo una pausa mínima mientras se arreglaba.
—El pasado no puede ser cambiado. —Levantó las manos, reajustó hábilmente el ángulo de su sombrero—. Cuando aceptes eso, te conformarás.
—Entonces, madre, tal vez sea mejor que las mujeres no nos conformemos. —La voz de Cristina estaba inusitadamente crispada—. De otra forma, no tendríamos a alguien como la señora Butler, que en estos momentos está cambiando la ley.
Rebecca salió del restaurante. Cristina la siguió, poniéndose los guantes mientras caminaba.
No se volvió a mencionar el divorcio. Ni entre los cortos trayectos a las diferentes tiendas. Ni durante el trayecto más largo a casa de su madre.
El carruaje giró en una esquina. Cristina se aferró a la manija del carruaje.
El rostro de Rebecca en la penumbra oscura era blanco como una calavera.
— ¿Deseas entrar y tomar el té, Cristina?
—No, gracias, madre. Tengo que ir a casa y vestirme para la cena.
—Ted Hammond es un joven ambicioso. Será muy beneficioso para Alonso.
—Sí.
—Cristina.
Los dedos de Cristina se endurecieron en torno a la manija.
— ¿Sí?
— ¿Tu decisión no tendrá nada que ver con lord Safyre?
¿Lo tenía?
¿Estaba pidiendo un divorcio a causa del Jeque Bastardo... o a causa de Alonso? ¿Porque había aprendido que una mujer no era sexualmente depravada por buscar la satisfacción... o porque deseaba a su tutor?
Podía sentir los ojos de su madre en la oscuridad... y recordó su mirada feroz cuando había hablado con el Jeque Bastardo.
—Dijiste que un hombre como él no podía estar interesado en una mujer como yo, madre.
—También tú dijiste que lo hallabas atractivo.
—Y es cierto. Pero Alonso también es un hombre muy atractivo.
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El tutor (Completa)
FanfictionHistoria de Cristina y Dionisio. Una alumna deseosa de aprender, un maestro de la seducción, una lección de placer.