capítulo 17

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Cristina se sentía embriagada por el tabaco, el café y el dulce cariño que le habían manifestado una condesa de mala reputación y su marginado hijo bastardo. Le dirigió a Beadles una de sus poco frecuentes sonrisas libre de artificio y fingimiento.
—Por favor, envía a Emma a mi habitación.
—El señor Maldonado está en su estudio, señora Maldonado. —Beadles miró fijamente por encima de su cabeza—. Me ha pedido que fuera usted a verle tan pronto llegara a casa.
La fría realidad reemplazó el calor que todavía perduraba tras el baño caliente. Cristina permitió que Beadles cogiera su capa, su sombrero y sus guantes. Olían a vapor.
Aunque ya sabía que era ridículo, de repente sintió un miedo terrible. Agarró el bolso con fuerza entre sus dedos.
—No soy una cobarde —dijo suavemente, como a la defensiva.
—¿Disculpe?
—Gracias, Beadles. Dígale a Emma que subiré a vestirme enseguida. Necesito que planche mi vestido de fiesta rojo para esta noche.
—Como usted diga, madame.
Johnny estaba de pie junto a las puertas del estudio Su rostro despreocupado carecía de expresión. Parecía mayor... y menos que nunca tenía el aspecto de un lacayo Inclinándose, abrió la puerta para que ella entrara.
Aquel gesto debería haberla complacido: era evidente que sus habilidades como lacayo estaban mejorando. Pero sólo sintió un temor glacial, ilógico.
Entró en el estudio... y la sorpresa la dejó paralizada
Su padre estaba sentado ante la larga mesa de nogal que Alonso usaba cuando algunos miembros del Parlamento venían a hablar. Su esposo y su madre se situaban a uno y otro lado. La expresión de sus rostros era idéntica.
La puerta se cerró a su espalda, irrevocablemente.
Una oscura nube parecía envolver el estudio. Tal vez fuera el crepúsculo cercano que no lograba mitigarse con la luz artificial; o quizás fuera el revestimiento de nogal que absorbía los últimos rayos de sol. Sólo una inmensa fuerza de voluntad evitó que Cristina se diera la vuelta y saliera corriendo.
—Siéntate, Cristina —ordenó secamente Andrew Walters.
Preparándose mentalmente, Cristina cruzó la alfombra de color rojo oscuro y se sentó frente a su padre.
—Hola, padre. Alonso. Madre.
Una taza de porcelana decorada con rosas estaba colocada delante de cada uno de ellos. Automáticamente Cristina buscó el carrito del té en el estudio. La plata relucía en medio de la tenue luz.
Por supuesto. Su madre se habría encargado de servir, por lo que el carrito estaría lógicamente a su lado.
Rebecca no ofreció té a Cristina.
—Padre, hoy debes dar tu discurso. ¿Sucede algo malo? —preguntó, sabiendo qué era lo que estaba mal y con el temor anidando en su estómago. Por favor, que aquella reunión no tratara sobre lo que se temía.
Los ojos de su padre reflejaban furia.
Cristina había visto desagrado en su rostro, también condescendencia, pero jamás lo había visto contraído por la ira.
—Has bailado dos veces con un hombre que es una vergüenza para la sociedad. Has recibido a la madre del bastardo en tu casa y ahora te burlas de las órdenes de tu esposo y pasas el día con la peor ramera de Inglaterra. ¿Acaso no tienes ni el más mínimo respeto a tu marido?
—Alonso no me prohibió que visitara a la condesa Ferrer —replicó Cristina con calma. Bajo la tapa de la mesa, sus manos se aferraban tan fuerte al bolso que una uña traspasó el forro de seda. Su padre jamás había sido tan grosero—. Todo lo que me dijo fue que yo no debía recibirla aquí, en su casa.
—No bailarás con ese bastardo ni hablarás con esa ramera nunca más. —La voz de su padre rebotó en los oscuros paneles de nogal—. ¿He sido lo suficientemente claro?
Cristina observó con detenimiento los ojos color avellana de su padre, tan parecidos a los suyos, aunque no pudo descubrir nada de ella en él.
—Tengo treinta y tres años, padre. No me trataréis como si tuviera diecisiete. No he hecho nada malo.
Se concentró en los ojos castaños de su esposo, y no pudo apreciar allí nada de los dieciséis años que habían pasado juntos.
—Tienes una amante, Alonso. ¿Cuántas noches por semana, por mes, te acuestas con ella? ¿Por qué no se lo cuentas a mi padre? ¡Cómo te atreves a sentarte ahí cuando te comportas de una manera mucho más deshonrosa de lo que yo jamás me he comportado!
—Te he dicho que no tengo una amante.
La mirada de Cristina, despectiva por derecho propio, se dirigió a los tres.
—Y yo os digo que no he hecho nada malo. Pero no habéis organizado esta reunión sólo por eso, ¿no es así, padre?
— ¡Cristina! —advirtió su madre intimidante.
Cristina ignoró a la madre que durante tanto tiempo había hecho lo mismo con ella.
—Mamá te dijo que yo quería el divorcio. De eso se trata ¿verdad, padre?
Andrew estaba sentado como si fuera una pálida estatua de cabellos grises y caoba. Sólo sus ojos estaban vivos. Centelleaban como brasas siniestras.
—El prestigio de un hombre viene avalado por su familia. Si no es capaz de mantenerla unida, nadie confiará en él para que pueda conservar su país unido.
La ira temeraria se sobrepuso al sentido común.
— ¿Significa eso que no usarás tu influencia como primer ministro para interceder por mí?
Andrew se inclinó hacia Cristina con sus mandíbulas agarrotadas por la fuerza de su agitación.
— ¿Acaso eres sorda, mujer? —Cada palabra fue cuidadosa y perfectamente pronunciada, algo todavía más terrible ahora que no gritaba—. Alonso será el próximo primer ministro de Inglaterra. Si no puede controlarte, todo nuestro trabajo habrá sido en vano. Será expulsado del Parlamento. Mi carrera desaparecerá. Prefiero verte muerta antes que permitir que destruyas nuestras vidas.
Humo de hookah, pensó Cristina incongruentemente, no carreras políticas. Imaginó a la condesa, sentada cómodamente con una toalla envuelta en su cabeza mientras Dionisio le ofrecía baklava. Y ahora aquí estaba la familia de Cristina...
Prefiero verte muerta resonó huecamente dentro de su cabeza.
El corazón de Cristina se detuvo un instante. Un dolor ciego y agudo la doblegó.
Era imposible que hubiera dicho aquello. Era imposible que un padre amenazara con matar a su hija.
Andrew se inclinó hacia atrás en su silla, de nuevo apareció el hombre afable y aristocrático que apoyaba causas para ayudar a las viudas y niños huérfanos a causa de la guerra.
— ¿Responde eso a tu pregunta, hija?

El tutor (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora