Cristina se hallaba dilatada a mas no poder, con tres dedos en su interior, mientras miraba hacia abajo a unos ojos tan intensamente verduzcos que resultaba doloroso verlos; al instante se sintió imposiblemente vacía y todo su mundo se puso patas arriba.
Se aferró a los hombros de Dionisio , tensos y rígidos del esfuerzo de levantarla, asustada de que la dejara caer, pero deseando que sucediera.
¿No bastaba con haber visto cada defecto, cada estría? ¿Tenía que saber también cuánto pesaba? ¿Debía continuar riéndose de ella y provocándola?
—Soy perfectamente capaz de caminar sola —protestó con rigidez.
—No lo serás —murmuró, rozando sus labios con los de ella. Su boca estaba caliente y húmeda de la esencia de Cristina.
Una flecha de calor recorrió su cuerpo al imaginarlo mirando cómo amamantaba... luego tomando leche de sus pechos.
— ¿Qué... qué tipo de medidas preventivas vas a usar?
Dionisio ladeó la cabeza, con sus ojos chispeando con su habitual intención burlona. Ella era agudamente consciente del brazo de él debajo de sus nalgas desnudas. Y la humedad que caía por su cuerpo invadido.
—Creo que champán.
— ¿Champán? —Le clavó la mirada en el mentón; estaba cubierto por una barba de color oscuro de varios días, el mismo tono que el vello alrededor de su miembro viril—. ¿Los árabes tomaban champán... hace trescientos años?
—Probablemente. —Sus labios húmedos brillaban de ella.
Dionisio la había visto. Olido. Saboreado.
—Dudo mucho que emborracharse prevenga un embarazo.
Él sonrió, mostrándole sus blancos dientes.
—Lo que tenía en mente era una ducha de champán. Seguida de un almuerzo de champán.
Cristina intentó erradicar el recuerdo de su cabeza, fracasó.
—En mi ágape nupcial me permitieron beber una copa de champán.
—Entonces hoy te tomarás toda la botella.
El lugar especial que Dionisio había encontrado dentro de su cuerpo ardía y palpitaba ante la imagen erótica que sus palabras conjuraban. No era posible que quisiera...
Su mirada se dirigió a la de él, sólo separadas por un suspiro. El conocimiento carnal relucía en sus profundidades. De ella. De sus necesidades.
—No estás haciendo esto porque te doy lástima, ¿verdad?
Los ojos de Dionisio se oscurecieron.
—Cristina, un hombre no saborea el cuerpo de una mujer porque le dé lástima.
—Pero sería posible que lo hicieras para ser amable.
—Soy medio árabe. Los árabes no son amables.
—Eres medio inglés —insistió ella.
—Y ellos tampoco son amables —replicó áspero.
—Pero tú has conocido la amabilidad de la condesa.
—No confundas amabilidad con amor. —Su aliento estaba caliente pero el frío se instaló detrás de sus ojos—. He conocido el amor, pero llega un momento en la vida en que no importa ser árabe o inglés. No siempre podemos ser amables, especialmente con aquellos que amamos. Cristina no había conocido ni la amabilidad ni el amor junto a su esposo. No permitiría que el temor destruyera la oportunidad de experimentar ambas cosas.
—Espero que el champán no esté helado. —La frialdad de sus ojos desapareció. La risa tronó en su pecho; agitó todo su cuerpo.
—Será una experiencia, taliba, para ambos.
Un latido palpitó en la base del cuello de Dionisio .
— ¿Jamás.... le has dado a nadie una ducha?
—No ha habido necesidad. Si prefieres, iremos arriba a mi habitación. Allí tengo preservativos.
Cristina respiró hondo para tranquilizarse.
—No quiero que uses un preservativo. Quiero sentir tu carne dentro de mi carne. Quiero sentirte eyacular en mi interior —por placer y no por deber—. Y luego quiero que me llenes de champán y bebas de mí.
La boca de Dionisio le quitó el aliento. Cristina apretó sus párpados y abrió su boca para él. Había una determinación dura y masculina en su beso, pero también había ternura. La lengua de Dionisio era una invasión que no admitía compromisos; imitaba los movimientos que sus dedos habían establecido antes.
Envolvió sus brazos alrededor de su cuello y lo atrajo más hacia sí, deseando la embestida de su lengua, la embestida de sus dedos, la embestida de su miembro viril. Ningún hombre la había deseado jamás. La virtud parecía ser una fría compensación. La muerte una más fría todavía.
Una dureza gélida impactó en sus nalgas desnudas. Instintivamente soltó la tibia columna del cuello para buscar el apoyo de... un lirio de cerámica. Dionisio la había posado en el borde de la piscina.
Un chorro de agua estalló en el silencio; tibias gotas rociaron sus pechos.
La mirada de Cristina trepó hacia arriba... Dionisio estaba de pie en la piscina. El vello oscuro apuntaba hacia su abdomen y se enroscaba alrededor de la base de un pene largo y grueso. Su bulbosa corona color morado pasó rozando por la superficie del agua.
Cristina estaba a punto de hacer lo imperdonable. Iba a gozar del sexo con un hombre que no era su esposo. Un hombre a quien la sociedad llamaba el Jeque Bastardo. Un bastardo que podía darle un bastardo.
Cristina observó su longitud vigorosa. Podía hacerle daño. Podía rechazarla. Podía probar de una vez por todas que había algo más en la unión de un hombre y una mujer que la frustración hueca y solitaria.
Como si supiera en qué estaba pensando, se adentró en el agua hacia ella, cogiéndola de los tobillos. Ella siguió su mirada, observando los zapatos de charol negro y las medias color carne que apretaban sus muslos. Sin duda había algo bastante lascivo en una mujer vestida así.
El duro calor que se aferraba a sus tobillos la arrastró por los azulejos de fría cerámica que los separaba.
—Acércate hacia delante, dobla tus rodillas, y pon los pies bien separados sobre el borde de la piscina.
Cristina alzó la cabeza bruscamente. Dionisio la había visto cuando tenía una pierna levantada sobre la bañera, pero esto...
—Estaré... indecente.
—Estarás completamente abierta y totalmente accesible. Lebeuss el djoureb, taliba. Sólo que yo estaré de pie en lugar de sentado. Y tú estarás abierta frente a mí... para poder frotar mi verga contra tu vulva... y golpear a la puerta de tu vagina... hasta que estés tan húmeda... y tan dilatada... que me tragarás todo entero.
La nota.
Él la había recordado.
Ella tenía sus propios recuerdos. Él quería una mujer caliente, húmeda, voluptuosa, que no temiera a su sexualidad ni se avergonzara de satisfacer sus necesidades.
— ¿Esto es parte de la unión?
Dionisio no fingió que había entendido mal.
—La lujuria es una parte de la unión, taliba. Pero la lujuria es fácil de satisfacer. No requiere que una mujer se abra tan completamente a un hombre, siendo vulnerable a todas las caricias de él, a todos sus deseos.
Como él quería que ella se abriera para él.
Observando su rostro oscuramente decidido, Cristina se arrimó hacia adelante, dobló sus rodillas y las apartó bien para que él se deleitara.
El calor húmedo que subía del agua era una suave caricia. Sintió como si él pudiera ver dentro de su cuerpo, como si su carne se estuviera desplegando allí donde él la había penetrado con sus dedos. Dionisio colocó sus pies firmemente sobre el borde de los azulejos; ella se apoyó sobre sus talones.
—Sin arrepentimientos, Cristina.
Sus pechos vibraban con la fuerza de los latidos de su corazón; inhaló el aire tibio y vaporoso.
—Sin arrepentimientos, Dionisio . No me he arrepentido de bailar contigo anoche. Sólo he sentido no haber hecho esto.
Los dedos de Dionisio se apretaron alrededor de sus tobillos; los apartó aún más.
—Recuéstate sobre tus manos.
Cristina no apartaba la mirada de su deseo... o del de ella.
—Quiero mirar. Quiero saberlo... todo.
Cada pequeña caricia que le habían negado en los últimos dieciséis años.
Dionisio bajó su mano y levantó el miembro erecto para que ella lo pudiera observar. La cabeza morada era mucho más grande que la del falo artificial.
Lenta y deliberadamente, Dionisio lo guió hacia el cuerpo expuesto de ella.
—Entonces, observa.
Un calor abrasador irrumpió en su vagina.
Ella lanzó un grito sofocado. Él hizo lo mismo.
La electricidad había quemado su dedo cuando ella había tocado el labio de él. Esto... esto era como ser rasgada por un rayo.
La mirada de Cristina subió veloz desde donde sus cuerpos se tocaban.
La mirada de Dionisio la estaba esperando.
—Tú... estás caliente.
Casi tan caliente como sus ojos verdes.
—También lo estás tú, taliba. —Un calor abrasador la recorrió desde su vagina, apartó los labios de sus labios mayores, la frotó de arriba abajo hasta que estuvo totalmente abierta y su pasión mezclada con la de él—. Como seda caliente.
Cristina intentó regular su respiración, no lo logró.
—Puedo sentirte latiendo contra mí, como un diminuto latido de corazón. ¿Será así cuando estés dentro?.
Los párpados de Dionisio se desplomaron; ella siguió su mirada. Los húmedos labios rosados estaban bien separados por la morada y ensanchada corona. Incluso mientras ella observaba, se deslizó aún más abajo. La bulbosa protuberancia palpó su elástico calor, un beso de sexo, presionando pero sin entrar, haciéndola sentir los músculos en el cuerpo de él, esforzándose por entrar, mientras él sentía los músculos en el cuerpo de ella, esforzándose por ajustarse.
— ¿Me sientes palpitar ahora?
—Sí —Oh, Dios, Sí.
El pulso de él. El pulso de ella. Cristina podía sentirlo todo. Verlo todo.
Dionisio se meció suavemente contra ella, con su humedad lamiendo la punta de su pene mientras el agua le lamía los muslos, Como si fuese atraído por los pliegues y arrugas delicados de Cristina, se volvió a poner entre los labios de su vulva. Estirando la mano izquierda, los apartó aún más, mostrando el pequeño capullo duro de su clítoris. Giró a su alrededor la bulbosa protuberancia de su miembro en círculos, la parte más sensible de él contra la más sensible de ella.
Un calor líquido brotó dentro de Cristina. Se estaba derritiendo. O él lo estaba. Ambos estaban húmedos y duros en ese lugar.
—Inclina tus caderas.
Cristina obedeció automáticamente, observando el milagro de un hombre y una mujer, los rizos color negro de ella aplastados por la mano oscura de él mientras su otra mano guiaba el bulbo morado de su verga, más grande que una ciruela, más duro, más caliente... Se deslizó por la pendiente que él había creado, y luego hubo una presión que fue más que eso, seguida por una sensación de estallido interno mientras el grueso bulbo de él quedó completamente alojado en su interior.
Su carne se ajustó frenéticamente alrededor de él, demasiado tarde. Quemaba. Ardía. Dionisio se sentía tan grande como un puño y ella no estaba preparada para aquella fusión.
Dionisio alzó los ojos desde el lugar en donde la había penetrado y se cruzó con la mirada de Cristina. Intencionadamente, entró un centímetro más mientras el cuerpo de ella se esforzaba por acomodarlo.
— ¿Aún puedes sentirme palpitar?
—Sí. —Acompañaba el latido de su corazón. Apretó sus dientes—. No creo que vayamos a encajar, Dionisio .
—Encajaremos, taliba.
Sosteniendo todavía su mirada, salió lentamente de ella; estaba tan húmeda, podía escuchar y sentirlo cuando salió de dentro de ella, el cascabel; y él tenía razón... el idioma inglés no hacía justicia a la realidad árabe. Ella ardía y palpitaba allí donde él la había penetrado. La hacía arder y palpitar aún más, frotando la caliente y estremecedora pasión de él contra el pequeño capullo duro que ella jamás había visto antes, sólo sentido, manteniéndolo expuesto al igual que su abertura.
Cristina sentía que se sumergía cada vez más en un mundo en donde sólo había un hombre y una mujer cuyos nombres eran Dionisio y Cristina. ¿Cómo podía ser malo esto?
—Inclina tus caderas.
Las levantó involuntariamente para incrementar el contacto con su clítoris; allí; jamás imaginó que un hombre podía ser tan suave y tan duro a la vez. Al mismo tiempo, Dionisio se deslizó a través de los brillantes labios rosados de su vulva y embistió, el deber de un hombre, el deseo de otro.
¿Por qué habría que matar a alguien... para ponerle freno a esto?
—Espera... hablame —ella jadeó como si él estuviera taponándole los pulmones—. Siento como si... me estuviera cayendo.
—Eso es bueno —canturreó él—. Así quiero que te sientas.
Cristina no quería ser la única que experimentara aquella increíble belleza. Aquel no era el motivo por el cual había ido, para satisfacer sus propias necesidades egoístas-
— ¿Pero y tú? Quiero que sientas lo que yo siento.
—Entonces, acéptame un poco más, taliba.
—Oh... —Cristina se asentó sobre los azulejos con el cuerpo estirado, ardiendo, atrayéndolo más profundamente. Con desesperación intentó pensar en algo que viniera en su auxilio—. ¿Qué significa Ibn?
—El hijo. —Lenta, lentamente, él salió de dentro de ella... Podía sentir que la carne se aflojaba a su paso. Él volvió a los labios hinchados y al clítoris palpitante, ella podía ver su miembro palpitando, podía sentir el mismo pulso en él.
—Dime lo que soñaste.
—¿Qué...?
—Esta mañana has dicho que habías soñado conmigo. Inclina tus caderas.
Ahondó todavía más profundamente dentro de ella.
Cristina echó su cabeza atrás en una agonía de placer y fijó la mirada en el techo, en las ondas verduzcas de agua reflejadas sobre la pintura de esmalte blanco.
—Soñé que chupabas mis pechos. Y que yo acunaba tu cabeza contra mí mientras te daba el pecho.
— ¿Me diste leche?
—No. —El sonido que escapó de su boca era más un gemido que una palabra.
— ¿Te gustaría hacerlo? —Apenas reconocía la voz de él; estaba tensa y ronca.
—Sí. —Se dio cuenta vagamente de que incluso su voz parecía un reflejo de la de Dionisio .
No era suficiente.
—Dime.
Dionisio se mantuvo quieto.
—¿Qué?
—Dime... cuan meritorio eres.
La carne que palpitaba dentro de ella se flexionó.
—Dos palmas de mi mano.
Veinticinco centímetros.
—Dime cuánto tienes en mi interior. Quiero saberlo todo. Quiero recordar cada detalle de esto.
Y quizás así pudiera olvidar las largas noches de soledad acostada en una cama comprada por un hombre que jamás la había deseado. Todo gracias a un padre que era capaz de matarla porque ella deseaba algo más.
—Una palma de mi mano, taliba.
Doce centímetros.
—Quiero más. Te quiero todo entero.
Dionisio le dio más.
— ¿Cuánto más ha sido eso? —jadeó ella.
—Dos centímetros. Ahora toma otro más.
Un centímetro más que le cortaba la respiración. Y luego...— ¡Oh, Dios! —Luchó para reafirmarse, para mantener el control de la situación.
—Mira. Míranos.
Con dificultad, Cristina bajó su cabeza y clavó la mirada en donde estaban unidos. La mano que mantenía sus labios separados se movió hacia abajo y se colocó bajo su cadera para darle a ella una visión despejada. Una humedad resbaladiza emanaba de su cuerpo alrededor del grueso tallo que lo penetraba. El vello púbico de ambos, se encontraba pero no se mezclaba. Cinco centímetros más para llegar.
— ¿Sientes el pulso, Cristina?
—Sí, Dionisio —palpitaba contra el cuello del útero, una presión caliente y brusca.
El aire salió como una ráfaga de sus pulmones. Él se estaba retirando del cuerpo de ella, llevándose el pulso. Cristina sentía como si estuviera dividida en dos, como si el se estuviera llevando la mitad de su alma.
—Por favor, vuelve.
—Inmediatamente. —La asedió con el bulbo morado en forma de ciruela que brillaba con el deseo escurridizo de ella, girando y girando alrededor de su clítoris, presionando su vagina, girando, presionando, girando.
— ¿Pensaste en esto cuando movías las caderas contra el colchón?
Cristina había pensado muchas cosas aquella noche.
— ¿Pensé en qué?
— ¿Pensaste en que te acostarías conmigo?
Ella se mantuvo firme ante un espasmo de placer.
—No.
Su voz era la de una mujer que soportaba un insufrible dolor. O placer. Cristina ya no sabía apreciar la diferencia.
—Pero querías hacerlo.
—Sí... ¡Oh, Dios mío!
—Inclina tus caderas —ordenó ronco, y luego se hundió dentro de ella mientras su cuerpo se abría y se lo tragaba hasta que sus vellos púbicos se mezclaron. Sentía que se estaba cayendo y no había nada que la sostuviera.
Cristina lo había tomado todo y nada en su vida la había preparado para aquella unión, esta fusión. Él era parte de ella, no había espacio para recuperar el aliento.
—«Grande como el brazo de una virgen... con una cabeza redonda... Mide el largo de una palma y media...» citó, medio llorando, medio riéndose.
Un aliento cálido rozó la parte de arriba de su cabeza.
—«Y ¡Oh! Me sentí como si lo hubiese puesto dentro de un brasero» —terminó el verso Dionisio .
Cristina sintió como si el brasero hubiese sido puesto dentro de ella.
—El jeque lo sabía entonces. Un hombre y una mujer fueron hechos el uno para el otro, para estar así... juntos.
Dionisio también lo sabía.
Cristina arrancó la mirada de la visión indescriptiblemente erótica de su abrazo íntimo. No pensaba que podría seguir sobreviviendo ni un segundo más.
—Mantente firme. —Él la tomó justo debajo de sus pechos —. Deja que te tome. Ahora... puedes usar ambas manos. Levántalas. Suéltate el cabello para mí.
Más consciente del cuerpo de él palpitando en su interior que de sus propios latidos, levantó los brazos lentamente. Cristina jamás pensó que podía haber un placer que superara la agonía, pero ahora lo sabía. Con cada horquilla que se quitaba, su vagina se contraía alrededor de él; con cada impacto de un prendedor contra un azulejo él latía contra la parte posterior de su vientre.
El aliento le raspaba la garganta, o tal vez fuera el aliento de él el que oía. No sabía dónde terminaba uno y dónde comenzaba el otro.
—Ahora sacude el cabello.
Una suave red de flamígera seda roja cayó como una cascada sobre sus hombros, sus pechos, las manos de él. La carne de Cristina ondulaba alrededor de la suya mientras el agua palmeaba suavemente los muslos de Dionisio . De repente, sintió que no podía contenerse; se aferró a sus hombros y gritó mientras su cuerpo entero se convulsionaba de placer. Y luego comenzó a caer de verdad.
Un gran peso presionó el cuerpo de ella hacia abajo, robándole el poco aliento que permanecía en sus pulmones. Dionisio se inclinó sobre ella, uniendo sus cuerpos por dentro y por fuera, de la entrepierna al pecho.
El sudor brillaba sobre su piel oscura; una capa semejante cubría el cuerpo de ella. Podía sentir cómo los latidos del corazón de Dionisio golpeaban contra su pecho, palpitaban en el lugar especial detrás de su vientre. Las caderas de él abrieron todavía más sus piernas ya estiradas mientras su carne interna se estremecía a su alrededor como resultado de su orgasmo.
Cristina cerró sus ojos para no ver la sobrecogedora intensidad de los suyos.
Humedad. Aliento. No había nada que no compartieran en aquella posición.
¿Por qué alguien habría de querer matarla para evitar aquel vínculo íntimo entre un hombre y una mujer?
Labios húmedos y tibios rozaron el cabello de Cristina, su mejilla, sus ojos, su oreja derecha.
—No llores, taliba.
Era ridículo que estuviera llorando por la experiencia más maravillosa de su vida. Tampoco anoche le había sido posible contener las lágrimas cuando él le había chupado los pechos.
Cristina volvió su rostro hacia la sedosidad de su propio cabello atrapado entre ambos y la mejilla áspera por su barba sin afeitar.
—No sabía que un hombre podía llenar a una mujer tan completamente. No sabía lo hermoso... pero lo que ha hecho Alonso es tan horrible. No pude llorar esta mañana. No pude sentir... Ha sido simplemente tan... horrible.
Dionisio se movió; ella podía sentir el ligero movimiento repercutir en todo su ser. Dedos calientes y duros despejaron el cabello de su frente, de sus mejillas.
—No te preocupes, taliba. Confía en mí. No volverá a hacerte daño nunca más. Te lo prometo. No llores. Jamás dejaré que nadie te haga daño ni a ti ni a tus hijos. No llores, taliba.
La mano de Dionisio tembló contra la piel de ella. Con pasión. Por ella.
Él merecía algo más que sus lágrimas.
Cristina abrió sus ojos... y fijó su mirada en los suyos, a pocos centímetros de los de ella. La mirada de Dionisio era oscura, brutal, más negra que verduzca.
—Cuando hice los ejercicios contra el colchón, era en ti en quien pensaba, Dionisio —murmuró ella.
Él permaneció quieto.
Ella todavía debía experimentar la fuerza total de su deseo. Y lo deseaba.
Cristina enhebró sus dedos por la gloriosa melena de su cabello; era mucho más suave que el áspero vello corporal que cosquilleaba en sus pezones y raspaba su vientre.
—Tal vez soy una ninfómana. Puedo sentirte palpitando contra mi vientre y todo lo que quiero es que estés en mi interior. ¿Puedes chuparme los pechos, por favor?
El cuerpo de Dionisio pareció henchirse aún más dentro de ella. Entre una respiración y otra él se enderezó, irguiéndola con él.
Cristina dio un manotazo contra los azulejos, pero la retuvo bien sujeta con los brazos arqueando su espalda de modo que su pecho sobresalía hacia delante.
—Alza tu pecho. Ponlo en mi boca.
La llamarada de fuego en sus ojos era inconfundible. Estaba a punto de recibir todo... y más... de lo que nunca había deseado de un hombre.
Con la mano temblando... estaba bien que una mujer temblara de pasión... ella alzó un pecho duro y pesado.
Una ubre.
¡No! Dionisio había dicho que eran magníficos.
Se inclinó sobre ella, el cabello sedosamente negro rozando su mejilla, su hombro, el aliento caliente arrastrándose hacia abajo, más abajo... hasta quedar sujeto a su pezón. Las caderas de ella se movieron en un espasmo hacia delante cuando una corriente eléctrica pareció formar un arco desde su pecho a su vientre. Un sonido sordo brotó de la garganta de Dionisio como si también lo sintiera, y luego comenzó a chuparla y a empujar su pelvis contra la de ella. Dok, el movimiento que hacía del hombre una maza.
Ella le dio el equivalente femenino, hez, balanceando sus caderas en lúbrico acompañamiento. Parecía imposible pero los movimientos combinados lo introdujeron más profundamente dentro del cuerpo de ella y todavía no era suficiente.
La mano derecha de Cristina se levantó, intentó aferrarse a la cadera de él, a sus nalgas... necesitaba que él machacara además de presionar.
Dionisio se lo dio, primero retirándose y haciendo cortas embestidas que se volvieron cada vez más largas y él tenía razón, había más, un mundo hasta ahora inexplorado de sensaciones y sonidos, el impacto de la carne, los gritos sofocados de la respiración entrecortada, el agua arremolinada, la succión húmeda del cuerpo de ella que se abría como una flor bajo los rayos del sol. El estallido de la boca de él cuando soltó su pezón.
—Acuéstate —ordenó ásperamente, enderezándose. —Espera...
Pero él no esperó. Enganchó las rodillas de ella por encima de sus brazos y ella cayó sin apoyo, nada para sostenerse sino el impulso duro y sofocante de sus embestidas golpeándola. Un ruido sordo rebotó sobre el techo ondulado; le siguió otro... los zapatos ya no estaban. Sus pies con las medias puestas, empujados hacia arriba, se movían y pateaban con cada golpe del cuerpo de él contra el de ella.
Cristina jamás se había sentido tan abierta, jamás había pensado que el cuerpo de una mujer podía soportar tanto castigo y desear todavía más, demasiado, no lo suficiente, demasiado duro, no lo suficientemente duro, demasiado profundo, no lo suficientemente profundo. No podía respirar. Tenía que haber un final... una mujer no podía sobrevivir a un placer tan prolongado.
Cuando terminó, Cristina creyó que no podría sobrevivir a la culminación.
Lanzó un grito; todos los músculos de su cuerpo gritaron con ella, convulsionándose, contrayéndose. De manera vaga, oyó un grito ronco que le respondía:
— ¡Alá! ¡Dios!
Con el cuerpo resbaladizo de sudor y vapor Cristina se mantuvo totalmente quieta, con los ojos cerrados, el corazón latiendo, y sintió un chorro de líquido caliente en lo más profundo de su ser, el regalo del placer de Dionisio .
El hogar.
Durante diecisiete años había vivido en casa de sus padres; durante dieciséis años había vivido en casa de Alonso. Y jamás había experimentado esta bienvenida al hogar.
Abrió los ojos y miró fijamente la mirada verduzca. —Gracias.
El sudor colgaba como gotas de lluvia en su barba sin afeitar. Con una expresión indescifrable, la levantó con sus cuerpos todavía unidos, y envolvió sus piernas todavía con las medias alrededor de su cintura. Girando, caminó por la piscina hasta que el agua tibia hinchó sus medias y lamió sus pechos. Formaba ondas alrededor de ellos mientras su vagina ondulaba alrededor de su miembro consumido.
—Puedo sentir tu semen. Está caliente. Dionisio la hizo girar suavemente en círculos dentro del agua, sin responder, simplemente mirándola a los ojos.
— ¿Qué vamos a hacer? —susurró, repentinamente tímida, recordando los ecos de sus gritos en el momento de llegar al éxtasis.
Tal vez lo había decepcionado. Tal vez había malinterpretado su invitación de la noche anterior. Tal vez debía haber ido a un hotel.
Su expresión continuaba siendo enigmática.
— ¿Qué te gustaría hacer a ti?
A ella le gustaría estar con él, así, hasta que pasara la locura.
Cristina se concentró en el beso de las olas de en vez de en su impenetrable mirada.
—Mi doncella se acuesta con el nuevo lacayo y sin embargo estoy segura de que fue ella la que avisó a Alonso de que salía de casa para encontrarme contigo. ¿No es irónico Alonso encontraba la felicidad, pero a mí no me permitiría el mismo privilegio. Creo que Alonso contrató a alguien para atemorizarme cuando di el discurso para la asociación. Tengo miedo. Y no me gusta que me asusten.
Él continuó girando y girando en círculos con el agua acariciándola por fuera y su miembro acariciándola por dentro.
—Estás segura conmigo, taliba. ¿Cuándo estuviste en la reunión?
—El jueves por la noche. Te dije que me había golpeado con una farola en la neblina. Pero antes de eso, después de la reunión, el vigilante me confundió con una prostituta y amenazó con matarme. Cuando llegué a casa, Alonso me estaba esperando con el comisario, como si esperara que yo hubiese tenido un accidente.
Dionisio bajó la cabeza al tiempo que la alzaba más en sus brazos. La carne tendió un puente a la carne... su frente junto a la de ella; la corona de su miembro viril golpeando contra el cuello de su útero.
— ¿Qué dijo el comisario?
Los brazos de Cristina se apretaron involuntariamente alrededor de su cuello. Era cada vez más difícil estar atemorizada.
—Dijo que Alonso había hecho bien en preocuparse por una esposa que arriesga su vida al no llevar acompañante y que luego se quedaba atrapada en la neblina.
Dionisio le apretó las nalgas; el movimiento rítmico empujaba y estiraba otras partes más vulnerables de su cuerpo- El agua se filtró en su vagina dilatada.
— ¿Qué dijo Maldonado?
—El... —Ella apretó sus músculos con una sacudida intentando frenar la entrada de agua. El miembro de Dionisio aumentó de golpe, deteniendo eficazmente la filtración—. Quería que me vistiera para una cena. ¿Qué estás haciendo?
Una sonrisa torció sus labios.
—Estoy taponando un dique.
Cristina aspiró su aliento, oliendo su sudor, el sudor de ella, el húmedo calor de la piscina.
—Después de taponar el dique, ¿qué harás?
Su verga se alargó hasta que no tuvo dónde ir; inclinó las caderas de ella y diestramente embistió en el ajustado espacio detrás del cuello uterino.
—Voy a pedir champán.
El aliento de Cristina quedó atrapado en su garganta.
— ¿Y luego?
—Te voy a dar una ducha. Después voy a lamerte y abordar la modalidad número veintiuno, rekeud elair, montando el corcel. Y tú te colocarás sobre mis caderas y te moverás de arriba abajo sobre mi kamera hasta que llegues al orgasmo una y otra vez.
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El tutor (Completa)
FanfictionHistoria de Cristina y Dionisio. Una alumna deseosa de aprender, un maestro de la seducción, una lección de placer.